Mataron
a su padre en su cara. Por irse a la bola, a ver qué le tocaba. Eran pobres y
después, pues fueron más pobres. Su madre la hizo de padre, horneaba pan desde muy temprano y luego salía a venderlo todavía de mañana, en una gran canasta que sostenía con una mano sobre la cabeza, mientras que con la otra montaba su bicicleta de un modo poco convencional; con eso juntaba para darle de comer a sus hijos.
Elodia, la mayor, ya no pudo ir a la escuela, era la pequeña mamá. Se quedó en tercero de primaria, sabía lo más importante, hacer cuentas, leer y escribir. Era la que se quedaba en casa a lavar, tender camas y cocinar. Rubén, el segundo junto con Alejandro, el tercero, se iban a trabajar a la
mina saliendo de la escuela. Como eran un par de niños flacos y esmirriados podían escurrirse por
donde los mineros adultos y más gruesos no podían y les pagaban suficiente. Les
pagaban. Era suficiente. La vida era dura. La Revolución sólo les trajo penas y desgracias, tragedia y muerte. Cuando se acabó, la vida siguió igual. Nadie mejoró su
condición en Tlalpujahua, seguía siendo un pequeño pueblo minero.
Del otro
lado, en la zona de casas grandes, vivía Augusto, de padre español, que también murió muy pronto, y madre viuda, Mariquita, que era
muy buena, y se volvió a casar. Augusto y sus dos hermanos eran Los Palomos: Antonio, que se volvió alcohólico y Victoriano al que luego le cayó una
maldición. Los Palomos les decían porque en el techo tenían un palomar y
adiestraban palomas mensajeras, antiguo método de comunicación que funcionaba muy bien,
se basaba en pequeños textos tipo celular pero era un poco más romántico. Augusto, además de un palomar y
una casa en pie atendía la tienda de la familia que equivalía a algo así como ser el
dueño de Sumesa en el D.F. Era la crema y nata de la sociedad, no sólo las
vendía.
No tengo
la menor idea de cómo se conocieron. Tal vez Elodia iba a comprar a la tienda seguido. Tal vez en la iglesia, inevitable punto de reunión en un pueblo no muy grande y totalmente católico tropezaron varias veces antes de mirarse. Esa iglesia de Tlalpujahua considerada
joya arquitectónica de estilo churrigueresco y protegida por el INBA hoy en
día. La parroquia de San Pedro y San Pablo (santuario de nuestra señora del Carmen hoy en día) donde me bautizaron porque mi bisabuela muy
conchudamente dijo que si todo salía bien en mi nacimiento me iban a bautizar
allá, aunque mi madre y toda su familia eran protestantes. Le valió. O a lo
mejor lo hizo por eso, para ver si lograba convertirlos a todos. Como sea. El punto
es que Augusto y Elodia, polos opuestos de la sociedad Tlalpujahuense se
conocieron y como tales no se rechazaron, se enamoraron apasionada y
contenidamente, como en aquellos tiempos se acostumbraba.
Augusto
se armó de valor y se puso agua de colonia y fue a la humilde casa de Elodia a
hablar muy seriamente con su madre. Le dijo que se quería
casar con ella. (Sí que son viejos tiempos) Mi bisabuela Guadalupe, escueta, fría y dura,
como la vida que le había tocado vivir, se limitó a contestar, --Si de
verdad la quiere vuelva en un año, a ver si es cierto.
Pero ya
desde entonces, los jóvenes se las arreglaban para hacer lo que se les pegaba
la gana. Las primas de Elodia iban a pedirle permiso a mi bisabuela Lupe
para que la dejara salir al cine con ellas. El cine. Se proyectaba en una
pared en las noches de abril, cuando no llovía y hacía calor. No era seguido.
¿Cómo negarles el permiso? No sé si las madres desarrollamos un sexto sentido y
a pesar de saber qué pasa con las hijas les damos el permiso fingiendo no saber
nada para que se sientan libres y que prueben lo que les hemos enseñado o de
verdad confiamos tanto en ellas que realmente nos hacen tontas. Obviamente
Elodia y sus primas se desperdigaban cada una con su novio y cobijadas bajo la
oscuridad, los besos con sal, furtivos y con un dejo de mal, no se dejaban
esperar.
Entonces llegaron las aguas. Por si no fuera suficiente con los estragos de la
Revolución, cuando todo comenzaba a componerse y una vez pasados los calores, llegaron las lluvias. La precipitación constante fue hinchando el lodo de agua mezclada con cianuro usadas para sacar fácilmente el oro de las minas, que se había apilado en tantos años. La presa, que contenía tanto escombro, ya no aguantaba más, no se trataba de unas cuantas toneladas, eran una por lingote y se habían extraído millones. A las 5.30 del naciente 27 de mayo de 1937, las lamas sepultaron medio pueblo causando pérdidas irreparables. Casas destruidas, cosechas
perdidas, vidas arrancadas, ilusiones borradas. Lupe ya estaba despierta horneando su pan cuando escuchó el quejido trágico de la presa incapaz de contener más aquél veneno maloliente. Lupe reaccionó, despertó a sus hijos y corrieron a la iglesia del Monte. Augusto en su lado del pueblo sintió cómo los dedos de su hermana se deslizaban entre los de él, arrebatada por las lamas. Augusto y Elodia se encontraron en la iglesia. Al día siguiente, después de una noche tormentosa y angustiosa la gente comenzó a salir de la iglesia con dificultad. Llegaron zapadores enviados por el Presidente Lázaro Cárdenas. El pueblo estaba deshecho. Lupe apenas había sacado a sus hijos y algo de dinero de su casa, no había más que lodo. No tenían nada que hacer ahí. Fueron a la estación de camiones de El Oro y compró boletos para la ciudad. El cianuro había envenenado la tierra, nada crecería en años. La mina se derrumbó. Fue así
como todos se trasladaron a la ciudad. Elodia
y Augusto se perdieron un rato.
El tiempo en la gran ciudad corrió veloz. Elodia
se fue a vivir con sus hermanos y su madre. Para entonces sus hermanos ya eran
plateros y fabricaban joyería en plata que colocaron en el mercado de Buenavista.
Elodia seguía metida en la casa barriendo, trapeando, lavando, cocinando y remendando con huevos de madera los calcetines de sus hermanos. Y Lupe seguía
horneando pan, sólo que acá la competencia era más dura. Augusto vivía con su madre epiléptica, de quien
heredé el gran mal, y sus inseparables hermanos Palomos. Acostumbrado a
trabajar, pues trabajó. La tienda ya no era de él. ¿Y qué? Su trato amable y
bromista era del agrado de todos y él se la pasaba bien. Trató de conquistar a
una chica de Tlalpujahua que andaba por ahí, pero para mi suerte, no se le
hizo. Al cabo
de un rato Elodia y Augusto se volvieron a localizar gracias a una prima de Elodia. Augusto recordó por qué se había querido
casar con Elodia. Era esa mezcla de sensualidad con ingenuidad
cándidamente encantadora. Los ojos enormes y de china, el cabello negro azulado
que reflejaba el sol insolentemente, las enormes caderas, el paso invitante sin
intención. Volvió a casa de Lupe, con la misma agua de colonia y la misma
petición. --Ya
pasó un año y todavía me quiero casar con Elodia. Tengo algo ahorrado y mientras
podemos vivir con mi madre y mis hermanos. Esta vez Guadalupe no tuvo reparos.
Las invitaciones entonces eran muy sencillas. Una hoja tamaño carta, blanca, doblada en cuatro, sin adornos que desdoblada decía:
María Alabarrán Viuda de García Guadalupe Carrillo Viuda de Navarrete
tiene le honor de participar el enlace tiene el honor de participar el enlace
de su hijo el señor de su hija la srita.
Augusto García Albarrán con Elodia Navarrete Carrillo
Que se llevará a cabo el 29 de Octubre de 1937 en la Iglesia de Regina.
Para la boda Elodia se fue desde temprano a rizarse el rebelde cabello. Luego su madre y sus primas le ayudaron a enfundarse el ajustado vestido blanco tipo sirena que le ajustaba las caderas y luego se desenvolvía alrededor de las rodillas. Se fueron a la iglesia de Regina, en el centro, a dos cuadras del Claustro de Sor Juana, donde ya estaba el novio nervioso con el azar en la solapa y toda la familia emperifollada. Todos serios y formales con las rodillas temblando.
Aunque muy normal, común y corriente, la ceremonia fue muy especial para los novios, nunca antes se habían casado, y nunca después lo hicieron. De ahí se fueron a Jose María Vigil,a la casa de Doña Mariquita y sus Palomos donde les habían preparado un extraordinario ambigú a los novios y a sus invitados. Fue la única vez que Elodia permaneció sentada y que le dieron de comer en esa casa.
María Alabarrán Viuda de García Guadalupe Carrillo Viuda de Navarrete
tiene le honor de participar el enlace tiene el honor de participar el enlace
de su hijo el señor de su hija la srita.
Augusto García Albarrán con Elodia Navarrete Carrillo
Que se llevará a cabo el 29 de Octubre de 1937 en la Iglesia de Regina.
Para la boda Elodia se fue desde temprano a rizarse el rebelde cabello. Luego su madre y sus primas le ayudaron a enfundarse el ajustado vestido blanco tipo sirena que le ajustaba las caderas y luego se desenvolvía alrededor de las rodillas. Se fueron a la iglesia de Regina, en el centro, a dos cuadras del Claustro de Sor Juana, donde ya estaba el novio nervioso con el azar en la solapa y toda la familia emperifollada. Todos serios y formales con las rodillas temblando.
Aunque muy normal, común y corriente, la ceremonia fue muy especial para los novios, nunca antes se habían casado, y nunca después lo hicieron. De ahí se fueron a Jose María Vigil,
¡Pobre Elodia! Pasó de atender a dos hermanos y una madre, a atender a otros dos hermanos, otra madre y un esposo. La vida
no fue fácil. Mariquita y sus ataques epilépticos eran todo un espectáculo. Entonces no había medicina que controlara los ataques. Y los tés de salvia y ruda no siempre funcionaban. Elodia no era tan ignorante como para creer que estaba poseída o algo así. Al
contrario, le daba mucha pena y la trataba con cariño. Cada vez que Mariquita comenzaba a manotear, Elodia ya sabía que le iba a dar un ataque, trataba de que Mariquita no cayera tan feo sobre el piso y le ponía algo mullido bajo la cabeza. La miraba impotente durante lo que parecían horas mientras el cuerpo de Mariquita se sacudía con violencia. Luego la tapaba cuando se desmayaba y le salía espuma por la boca. Cuando despertaba, la ayudaba a llegar a su cama, le preparaba un té de manzanilla y la dejaba dormir. Fue una buena nuera
hasta que Mariquita se murió de un status eplilepticus, una serie de ataques que consumieron su energía y su vida en menos de un día.
Los
cuñados. ¡Jm! Eran otra cosa. Antonio, a pesar de su alcoholismo, era amable y
siempre traía algo a la casa, dinero, comida en exceso…y rara. Comida que compraba en el mercado de Mixcoac donde vendía guitarras de Paracho y donde vivía con su mujer, doña Josefina y su hija Margarita. Nunca me quedó clara esa relación. ¿Por qué si mi tío tenía esposa no vivía ella con todos? ¿Magarita era hija de mi tío? Una noche llegó
con una bolsa llena de caracoles. Que dizque eran una delicia en Francia. Pues
que se los coman allá pensó Elodia. Permanecieron en el refrigerador hasta que Elodia se
asqueó y los tiró a la basura.
Victoriano,
mmm, era otra cosa. No era malo. Era malvado. El más pequeño de los tres había
sido el consentido de Mariquita y Augusto había crecido consintiéndolo, con la
idea de que así debía ser. Pero era cosa que si no le gustaba la comida tiraba
la mesa, se largaba porfiando mil insultos y se metía a su recámara azotando la
puerta. Elodia se tragaba las lágrimas de rabia, pero la venganza es un
platillo que se come frío y esta venganza ni siquiera la planeó Elodia. Hoy dirían que fue karma. Victoriano
era agente viajero. Vendía medias y ligueros por toda la república príista de
aquellos tiempos. En uno de sus viajes por Tierra Caliente, así decía él, se enamoró
apasionadamente de una mujer que decían era bruja. Bien lo dice Nacho Cano,
“las cosas se complican si el afecto se limita a los momentos de pasión”.
Después de la pasión, “la bruja” resultó embarazada y Victoriano, como típico
macho mexicano salió con la idiota respuesta, --¿Y yo cómo sé que es mío?-- Y se
largó. Pero la mujer, que resultó sino bruja, pues con un enorme poder
sugestivo le lanzó la maldición, --¿Ah, sí? Pues ahora nada de lo que comas te
hará provecho.-- Y efectivamente así fue. Como yo recuerdo a mi tío era un hombre
alto, flaco, como una vela amarillenta y sucia. No comía nada más que caldo de
pollo y verduras cocidas. Punto. De tirar mesas por falta de sal o sazón en las
comidas, se encerró a comer en su habitación y recibía su ración diaria con un
modesto y casi inaudible –Gracias. Con el tiempo, su hija vino a buscarlo, le
dijo que había muerto su madre y él la reconoció, la abrazó, o más bien se dejó
abrazar porque era muy hosco, y coincidió con la pensión a los ancianos de
López Obrador. Entonces le volvió el hambre. Comía helado, naranjas y conchas
de chocolate ¡con leche! (y no precisamente deslactosada.) Santo remedio. ¿Fue
la hija reconocida? ¿La muerte de la bruja? ¿La pensión de López Obrador?
Misterio.
En 1945, durante la Segunda Guerra, se inició el programa Bracero entre México y Estados Unidos. Mientras los gringos se iban a la guerra y dejaban sus campos abandonados, a los mexicanos se les ofreció trabajar esas tierras con un buen salario. Augusto no lo pensó dos veces. Ser empleado en una tienda en la ciudad no era lo mismo que haber sido el dueño en el pueblo. Era responsable de su mujer, su madre y sus hermanos. Esa era la oportunidad que estaba buscando. Se fue. A Elodia le encargó a su madre y a sus hermanos. Le enviaba dinero puntualmente, él solo se quedaba lo necesario para comer e ir al cine una vez al mes. Le envió una foto con un uniforme de aviador gringo. Le escribía cartas desde Sunkist, la empacadora donde trabajaba para Mr. Ogoshi. Me lo imagino trepado en un naranjo, comiendo naranjas y escribiendo.
Elodia guardaba las cartas en el bolsillo del delantal azul todo el día y en la noche, cuando todos se iban a dormir, con los trastes limpios y guardados, la sacaba y la leía mientras tomaba una taza de té de naranjo. La releía muchas veces. Y lloraba. Y esperaba. Guardaba el dinero en un bote en un gabinete de la cocina. Con el tiempo, el dinero ya no cabía. Un día, recibió una carta que solo decía "Ya vuelvo." Y una semana después Augusto apareció en la puerta.
En 1945, durante la Segunda Guerra, se inició el programa Bracero entre México y Estados Unidos. Mientras los gringos se iban a la guerra y dejaban sus campos abandonados, a los mexicanos se les ofreció trabajar esas tierras con un buen salario. Augusto no lo pensó dos veces. Ser empleado en una tienda en la ciudad no era lo mismo que haber sido el dueño en el pueblo. Era responsable de su mujer, su madre y sus hermanos. Esa era la oportunidad que estaba buscando. Se fue. A Elodia le encargó a su madre y a sus hermanos. Le enviaba dinero puntualmente, él solo se quedaba lo necesario para comer e ir al cine una vez al mes. Le envió una foto con un uniforme de aviador gringo. Le escribía cartas desde Sunkist, la empacadora donde trabajaba para Mr. Ogoshi. Me lo imagino trepado en un naranjo, comiendo naranjas y escribiendo.
Elodia guardaba las cartas en el bolsillo del delantal azul todo el día y en la noche, cuando todos se iban a dormir, con los trastes limpios y guardados, la sacaba y la leía mientras tomaba una taza de té de naranjo. La releía muchas veces. Y lloraba. Y esperaba. Guardaba el dinero en un bote en un gabinete de la cocina. Con el tiempo, el dinero ya no cabía. Un día, recibió una carta que solo decía "Ya vuelvo." Y una semana después Augusto apareció en la puerta.
Nueve meses después nació mi padre, un pequeño bebé que no tomaba leche. Mi abuela no tenía,
y en aquellos tiempos de leche no pasteurizada y peligro de Polio, lo alimentaban con té de manzanilla y creció
flaquito y cabezón. Pero era muy listo y encantador. Ya más grande, cuando
caminaba, mi abuela le daba Emulsión de Scott. Mi padre, Marco Alberto García
Navarrete fue hijo único, hecho que lamentaron él y mi abuela. Él porque era
muy sociable y siempre quiso hermanos y ella porque constantemente decía que ni
para eso había servido (¿?) Pero yo creo que fue buena madre. Mi padre era
responsable, educado, cortés, muy inteligente y amiguero. Amiguero. El origen
del gran problema. Ya llegaremos a eso.
Con todo el dinero ahorrado durante el Programa Bracero mi
abuelo reunió el depósito para rentar un local que sería su primer restaurante, "Los Patitos", el único que conocí y del que me acuerdo, estaba decorado con dibujos del pato Donald y toda su familia por todo el restaurante. Mi abuelo atendía las mesas,
cocinaba, barría, trapeaba, limpiaba baños, cobraba y se encargaba de absolutamente
todo. Entonces, mi bisabuela Lupe le dijo a mi abuela Elodia, --Ve al restorán, entérate de qué se trata y cómo funciona, aprende. No sea que te quedes viuda y te vean la cara.
Así fue que un día Elodia se fue temprano con Augusto al restaurante a atender las mesas. Apenas sirvieron el primer desayuno, uno de los comensales habituales llamó a Augusto y le dijo, --¿Oye, de dónde sacaste a esa galopina tan guapa?
Augusto solo rechinó los dientes y le contestó aguantando las ganas de meterle un puñetazo, --Es mi mujer.
No llegaron a la hora de la comida. Augusto mandó a Elodia derechito a la casa y nunca quiso volver a escuchar sobre ayudarle a atender el negocio.
Llegó a tener cinco restaurantes en el centro de la ciudad, tenía gente que le ayudaba en cada restaurante y toda de su absoluta confianza. La rutina de Elodia consistía en despertarse a las 5.00 para darle de desayunar a Augusto antes de que saliera para La Merced a comprar todo para los restaurantes cada día. Después se volvía a dormir un rato y luego se despertaba para darle de desayunar a Beto, su hijo, antes de llevarlo a la escuela. Desde pequeño lo enviaron al Vives, donde también iba Javier, el hijo de los padrinos, unos amigos muy cercanos de la familia a los que Augusto había conocido por casualidad el día de su boda. El resto del día era limpiar la casa, barrer, trapear, lavar los trastes, lavar la ropa, remendar calcetines, cortar telas para hacer sábanas, fundas para almohadas, fundas para la sala y todo eso que su preciada máquina de coser Singer le permitía hacer. Después iba al mercado, hacía la comida y esperaba a que Beto llegara de la escuela, siempre con un amigo. Su hijo era único, pero muy amiguero. Siempre traía amigos a comer, a jugar, a estudiar, a hacer la tarea. Y Elodia era muy callada, pero le gustaba que su hijo trajera amigos. Después de comer recogía los trastes, los lavaba, dejaba la cocina en orden y entonces remendaba calcetines con un huevo de madera, rezaba un poco el rosario y luego encendía el televisor y veía sus telenovelas. En los comerciales leía el periódico y veía que su hijo hiciera la tarea. Estaba orgullosa de él. No podía ayudarle porque ella no había pasado de tercero de primaria, pero él lo hacía todo solo y traía buenas notas. Cuando se iban los amiguitos, Elodia le daba un buen baño a Beto y lo ponía a dormir. No eran de besos ni de abrazos, pero Elodia quería mucho a su hijo. Preparaba una cena ligera para cuando llegara Augusto y siempre estaba caliente cuando él regresaba. Regresaban los cuñados también. Antonio del mercado y Victoriano de estar todo el día metido en su auto que tenía estacionado fuera de la casa. Antonio se paraba en la puerta, bajo el foco a contar el dinero que había ganado en el día. Fue un milagro que nunca nadie le robó. Augusto se lavaba las manos y se sentaba. Por fin le iban a servir a él. Por fin se sentaba. No hablaban mucho, ambos estaban cansados. Elodia lavaba los trastes de nuevo, los secaba, los guardaba, apagaba el paso del gas y salía de la cocina. Después cerraba los candados en cada ventana y puerta de la casa. Por fin se iba a dormir. Y soñaba que cuando acababa de cerrar los candados veía que todos se abrían y tenía que volver a cerrarlos. Finalmente se quedaba dormida y todo comenzaba de vuelta. La vida transcurrió sin mayores cambios que el tiempo pasando. Un día había que comprarle pantalones nuevos a Betito, otro día se abría otro restaurante, otro día era Navidad, otro día era otro cumpleaños. Un día una cana, otro día una arruga junto al ojo. Pronto, demasiado pronto quizá, Alberto se graduó de la preparatoria y entonces padre e hijo se sentaron a hablar. El mayor sueño de Augusto era que su hijo heredara todo el fruto de su esfuerzo, pero lo que mi padre heredó, y a la vez nos heredó a mi hermano y a mí, fue el orgullo de tener algo resultado de su propio esfuerzo. Mi papá salió con que quería estudiar Ingeniería en la UNAM. Amaba las matemáticas y sus complejos razonamientos. Entonces mi abuelo le vendió los restoranes a Cándido que era su brazo derecho y se operó las cataratas.
Así fue que un día Elodia se fue temprano con Augusto al restaurante a atender las mesas. Apenas sirvieron el primer desayuno, uno de los comensales habituales llamó a Augusto y le dijo, --¿Oye, de dónde sacaste a esa galopina tan guapa?
Augusto solo rechinó los dientes y le contestó aguantando las ganas de meterle un puñetazo, --Es mi mujer.
No llegaron a la hora de la comida. Augusto mandó a Elodia derechito a la casa y nunca quiso volver a escuchar sobre ayudarle a atender el negocio.
Llegó a tener cinco restaurantes en el centro de la ciudad, tenía gente que le ayudaba en cada restaurante y toda de su absoluta confianza. La rutina de Elodia consistía en despertarse a las 5.00 para darle de desayunar a Augusto antes de que saliera para La Merced a comprar todo para los restaurantes cada día. Después se volvía a dormir un rato y luego se despertaba para darle de desayunar a Beto, su hijo, antes de llevarlo a la escuela. Desde pequeño lo enviaron al Vives, donde también iba Javier, el hijo de los padrinos, unos amigos muy cercanos de la familia a los que Augusto había conocido por casualidad el día de su boda. El resto del día era limpiar la casa, barrer, trapear, lavar los trastes, lavar la ropa, remendar calcetines, cortar telas para hacer sábanas, fundas para almohadas, fundas para la sala y todo eso que su preciada máquina de coser Singer le permitía hacer. Después iba al mercado, hacía la comida y esperaba a que Beto llegara de la escuela, siempre con un amigo. Su hijo era único, pero muy amiguero. Siempre traía amigos a comer, a jugar, a estudiar, a hacer la tarea. Y Elodia era muy callada, pero le gustaba que su hijo trajera amigos. Después de comer recogía los trastes, los lavaba, dejaba la cocina en orden y entonces remendaba calcetines con un huevo de madera, rezaba un poco el rosario y luego encendía el televisor y veía sus telenovelas. En los comerciales leía el periódico y veía que su hijo hiciera la tarea. Estaba orgullosa de él. No podía ayudarle porque ella no había pasado de tercero de primaria, pero él lo hacía todo solo y traía buenas notas. Cuando se iban los amiguitos, Elodia le daba un buen baño a Beto y lo ponía a dormir. No eran de besos ni de abrazos, pero Elodia quería mucho a su hijo. Preparaba una cena ligera para cuando llegara Augusto y siempre estaba caliente cuando él regresaba. Regresaban los cuñados también. Antonio del mercado y Victoriano de estar todo el día metido en su auto que tenía estacionado fuera de la casa. Antonio se paraba en la puerta, bajo el foco a contar el dinero que había ganado en el día. Fue un milagro que nunca nadie le robó. Augusto se lavaba las manos y se sentaba. Por fin le iban a servir a él. Por fin se sentaba. No hablaban mucho, ambos estaban cansados. Elodia lavaba los trastes de nuevo, los secaba, los guardaba, apagaba el paso del gas y salía de la cocina. Después cerraba los candados en cada ventana y puerta de la casa. Por fin se iba a dormir. Y soñaba que cuando acababa de cerrar los candados veía que todos se abrían y tenía que volver a cerrarlos. Finalmente se quedaba dormida y todo comenzaba de vuelta. La vida transcurrió sin mayores cambios que el tiempo pasando. Un día había que comprarle pantalones nuevos a Betito, otro día se abría otro restaurante, otro día era Navidad, otro día era otro cumpleaños. Un día una cana, otro día una arruga junto al ojo. Pronto, demasiado pronto quizá, Alberto se graduó de la preparatoria y entonces padre e hijo se sentaron a hablar. El mayor sueño de Augusto era que su hijo heredara todo el fruto de su esfuerzo, pero lo que mi padre heredó, y a la vez nos heredó a mi hermano y a mí, fue el orgullo de tener algo resultado de su propio esfuerzo. Mi papá salió con que quería estudiar Ingeniería en la UNAM. Amaba las matemáticas y sus complejos razonamientos. Entonces mi abuelo le vendió los restoranes a Cándido que era su brazo derecho y se operó las cataratas.
Se quedó
en casa. Mi abuela no sabía qué hacer con él. Hasta entonces aquellos habían
sido sus territorios, su cocina, ahora venía este usurpador a echarla. Además
era hiperactivo. No era de esos viejitos que se sientan a recordar su vida
pasada o a dejar escurrir lo que les queda de vida frente al televisor o al
lado de un estéreo. No. Mi abuelo se subía cada año a una escalera igual de
vieja que él a pintar la casa. La pintaba por dentro y por fuera, de techo
a piso. Ahí aprendí unas técnicas. Tenía un corredor jardín con plantas que
tenían rayas blancas, helechos, amaba los helechos, azaleas anaranjadas, eran de mi abuela y
una hermosa galvia verde oscura que la vecina de atrás hizo cortar por la humedad
que se le trasminaba. Se pasaba todos los días quitando hojas amarillas, moviendo la tierra, y a veces plantando más. Cuando había gatitos mi abuelo les daba de comer, jugaba con ellos y dejaba que se frotaran, pero nunca fue de cargarlos. Escuchaba a Chepina Peralta y anotaba las recetas. Elodia compraba los ingredientes en el mercado, a veces yo iba con ella, y luego él preparaba las recetas y anotaba sus propias versiones con su letra antigua y sus faltas de ortografía.
Por alguna extraña razón que desconozco, un buen día, Elodia preparó la habitación en donde bajaban las escaleras para su mamá, que hasta entonces había vivido con su hermano Rubén. Había una enorme cama matrimonial de madera, un par de libreros y una silla sobre una alfombra café chocolate. Ayudaba a Elodia a "machucar" la ropa, como ella decía. Era muy fuerte y trabajadora. Un día llamó a su hijo Rubén para que le soldara sus aretes, no pensaba dejárselos a nadie, ella dijo, -Estos me los llevo a la tumba.-- Eran un par de arracadas típicas mexicanas, de oro sólido, pequeñas. Tal vez se las dio su esposo muchos años atrás. De otro modo, ¿por qué no dejárselos a su única hija?
Por alguna extraña razón que desconozco, un buen día, Elodia preparó la habitación en donde bajaban las escaleras para su mamá, que hasta entonces había vivido con su hermano Rubén. Había una enorme cama matrimonial de madera, un par de libreros y una silla sobre una alfombra café chocolate. Ayudaba a Elodia a "machucar" la ropa, como ella decía. Era muy fuerte y trabajadora. Un día llamó a su hijo Rubén para que le soldara sus aretes, no pensaba dejárselos a nadie, ella dijo, -Estos me los llevo a la tumba.-- Eran un par de arracadas típicas mexicanas, de oro sólido, pequeñas. Tal vez se las dio su esposo muchos años atrás. De otro modo, ¿por qué no dejárselos a su única hija?
Augusto se encargó de comprarle aretes, collares, anillos, vestidos, zapatos y de todo para asistir a las muchas cenas, fiestas, bodas, bautizos, comuniones y demás donde fueron invitados, festejados, padrinos y más. Muchas fiestas fueron en casa. Mi abuelo amaba las fiestas y sobre todo las comidas donde reunía a mucha gente. Pero lo
mejor de todo, donde aprendí a hacer las cubas usando una botellita de alcaparras
como medida, y a poner la mesa correctamente con saleros y servilleteros, eran
las fiestas de cumpleaños. Mi abuelo cumplía el 1º de septiembre y todo ese mes
era de fiesta. Venían cada fin de semana diferentes sectores de su gente:
familiares y amigos, de él, de mi abuela y hasta de mi mamá. Pero nunca encargaba comida. Ah, no, él no. Él hacía la comida, mi abuela, mi hermano y yo
ayudábamos. Pelábamos lo que se debía pelar, lavábamos, picábamos,
desmenuzábamos, estirábamos, desinfectábamos, molíamos. Pero él mezclaba,
freía, movía. Era el mago que sabía la receta. Esa fue
su perdición. Como
medida preventiva se operó de la próstata. Todo salió bien. Sólo tenía que
guardar reposo. ¡Ja! ¿Mi abuelo? ¿Bromean? No sabía que era eso. Además se
acercaba septiembre. ¿Cómo reposo? ¡Tamales! Olla, batir, no con aparatos, a
mano, como los hombres, cargar la olla con los tamales cocidos no es lo mismo
que vacía para lavarla. La fiesta y la comida fueron un éxito. Pero mientras todos
gozaban el sazón de mi abuelo los malévolos puntos se desprendieron. La
infección apareció. Todo se complicó. Los riñones. La demencia senil ocasionada
por las toxinas en todas partes. La dieta estricta. Las alucinaciones. El
pasado. Mi abuela se convirtió en su madre. Todos éramos Lupe. En la madrugada,
cuando ya todos trabajábamos, mi papá, mi mamá, mi hermano y yo, nos despertaba
con la desesperación de sus gritos llamando a su mamá. Mi tío Victoriano que ya
ni nos acordábamos que vivía salía como una momia de película del Santo y
gritaba, para colmo, --¡Ya cállate! Deja dormir.
A mí me
daba tristeza, pero a la vez tenía que trabajar. Y no podía dormir. Se lo
llevaron al hospital. Lo malo de ser hijo único es que sólo mi papá estaba ahí.
A veces lo relevaba mi mamá y una que otra vez mi hermano. Al cabo
de un rato salió. Pero no estaba mejor, simplemente había pasado el peligro y
ya no era necesario que estuviera ahí. Se
volvió necesario contratar quien le ayudara a mi abuela. No podía ya sola con
todo. Yo le ayudaba y me hacía cargo cuando llegaba de la escuela, ya era
maestra, ya no era estudiante. Pero en las mañanas mi abuela no podía con
desayuno, trastes, limpieza y mi abuelo y sus necesidades. Ya era otra vez un
bebé, pero pesado. Mi abuelo se volvió grosero,
imprudente, intolerable. Sólo comía a regañadientes lo poco que podía. Cerraba la boca cuando le quería dar de comer, me escupía, volteaba la cabeza. Se hacía en la cama o trataba
de ir al baño pero no llegaba y ahí a medio pasillo se quedaba de pie avergonzado. Era doloroso ver cómo le
escurrían las lágrimas porque sabía que era un adulto que se supone que ya no
tiene esos accidentes. Mi abuela lavaba las sábanas y los sarapes varias veces
al día y yo otras tantas la pijama. Mi mamá no sabe pero en varias ocasiones
subí a lavar las sábanas sucias en su lavadora.
Me da
vergüenza admitir que quise que mi abuelo se muriera.
Una
noche no podía más del dolor. Ya le habían hecho una diálisis. Entonces aprendí
que era signo inequívoco de que el fin estaba próximo. Volvió la camilla de la
ambulancia una vez más. Ya estaba muy flaco, no podía articular palabra. Me
tomó la mano, harta y cansada la retiré con violencia. Era la última vez que lo
vería. La juventud se desperdicia en los jóvenes dice Shaw. Me arrepiento tanto
de eso. Se fueron mi papá, mi mamá y mi hermano. Me quedé con mi abuela. No
pudimos volver a dormir. Nos quedamos en el cuarto en que había muerto mi
abuela Lupe que ahora era como una biblioteca con libros de todos y sobretodo
míos. Estábamos en silencio. De
repente dijo mi abuela, --Lo primero que voy a hacer va a ser pintar esa pared.
Nunca me gustó ese color. Y voy a quitar esas cortinas, son horribles.-- Me
asustó ver que mi abuela se sentía libre. Al fin, después de tantos años estaba
libre. Nunca
sentí más miedo. Se habían casado hasta que la muerte los separara. Al fin la
muerte los había separado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario