martes, 18 de junio de 2013

REBECA


Rebeca contaba historias tenebrosas de sus tiempos de enfermera en el internado de Morelia. Rebeca se fue muy joven, de 14 años y allá se fue a aprender a trabajar con doctores y con enfermos y con otras enfermeras. Allá fue a aprender historias maravillosas sobre fantasmas reales e imaginarios, sobre amores prohibidos con fines trágicos y sobre las oportunidades que la gente ve en cuanto se cura de enfermedades terribles. Creo que fueron los mejores años de su vida y tal vez los más terribles al verse sola sin su madre. Escribió un cuento en una antología de Relatos de Enfermeras o algo así. Mi tía escribía de la nobleza de la profesión. Su aportación era más un ensayo que un relato. Pero en persona nos contaba dos anécdotas. Una era la de otra enfermera que había salido del turno de la noche, muy tarde, casi de madrugada. Tenía que cruzar el jardín, que con los árboles y las sombras daban un aspecto siniestro, más parecido al bosque de un cementerio. El caso es que la niña esta, pues apenas era joven, tuvo que cruzar el jardín tenebroso sola y a oscuras porque no había luz. Sola la luz mortecina que la luna proyectaba a través de las nubes. La joven enfermera sintió el viento helado y se cubrió bien con su capa azul marino, pero en eso sintió que una mano tiraba de ella. La chica se tensó. Con sus manos tomó su capa y la soltó. Corrió veloz sin volver la mirada ni una sola vez. A la mañana siguiente encontraron la capa colgada de la rama saliente de un árbol. Se había atorado.  pero también nos contó la historia de una joven enfermera que fue seducida por un médico sin escrúpulos y que luego cometió suicidio. Decía que su fantasma sí se aparecía. El caso es que cuando mi tía volvió del internado en Morelia, traía más experiencias que anécdotas. De 18 años comenzó a trabajar en un hospital donde el proveedor de una de las medicinas era un tal Eloy Santín.
     Eloy era muy alto, delgado, formal, con voz grave y profunda. Eloy tenía un laboratorio donde se fabricaban las pastillas. Luego las llevaba al hospital. Así se conocieron. Se casaron por allá en los 40. Mi tía dejó el hospital y cambió el uniforme por vestidos y mandiles. Tuvieron seis hijos: Maricela, Osvelia, Erick, Eloy, Perla y Yuri. Y Marco. En un momento Eloy decidió cambiar de giro y entonces se dedicó a la elaboración de banderas. Compraba rollos de satín blancos, verdes y rojos. Tenía bordadoras de águilas y vendía en escuelas y otro tipo de instituciones que necesitaban tener una bandera. Eloy siempre vestía de traje. Maricela, Osvelia y Perla estudiaron para ser maestras normalistas y Erick, Eloy y Yuri estudiaron para ser abogados. Cuando yo los conocí ya tenían muchos años de casados y sus hijos eran mucho mayores que yo. Es más, Maricela y Osvelia ya estaban casadas. Mari tenía dos hijas, Ale y Tita y al poco tiempo Osve dio a luz a Vero.
      Mi tía Rebe y mi tío Eloy vivían en una casa grande, como de tres pisos en uno de los barrios más acomodados de Toluca y me gustaba mucho ir ahí porque era fresca y había televisión en la recámara de mi tía. La entrada tenía una reja negra con barrotes horizontales y anchos muy de moda en los setenta. A la izquierda estaba la entrada principal y a la derecha estaba la entrada por la cocina. A veces entrábamos por una, a veces por otra. En la entrada principal estaba un enorme retrato hecho a lápiz de un muchacho . Se veía muy serio. Siempre preguntaba quién era y siempre recibía la misma respuesta, --Tu primo Marco.-- Pero el único Marco que yo siempre he conocido es mi hermano, porque a mi papá, pues yo no le decía Marco. Siempre evitaba responder cuando preguntaba dónde estaba. Años después me enteraría que había fallecido de un tumor en la cabeza aún muy joven y mi tía cargaba con esa pena desde antes que yo la conociera.
       Mi tía tenía un modo de hablar amable y suave. Era muy cariñosa y un tanto empalagosa, muy obsesiva con cuidar a la gente, quizá por haber sido enfermera tantos años. Yo veía que a mis otras tías sus esposos las trataban diferente, eran como cómplices, se hablaban con confianza, pero mi tía Rebe y mi tío Eloy apenas se hablaban. Dormían en cuartos diferentes. Mi tío era muy seco y hosco. Entonces ya tenía una voz cavernosa. Cuando a Juan Carlos se le ocurrió ponerle Moon Ra como la momia de He-Man no pudimos estar más de acuerdo.
      Con el tiempo Erick se casó con Silvia,  luego Perla con Ricardo y luego Eloy con Bety. Yuri se quedó a vivir con mis tíos. 
      Un día, después de muchos años, nos enteramos que mi tío se había ido a vivir con otra mujer a otra casa en Toluca. Una tal Irma, más joven que mi tía. Por supuesto yo la odié sin saber nada de la historia de nadie. Yo soy fiel a mi gente. Me daba pena saber que una tía tan amable se quedara sola. Además mi tío Eloy no era muy amable porque corrió a mi tía Lydia de la casa cuando se divorció y se quedó sola y se fue a vivir con ellos. Lo raro es que después mi tía Lydia era muy amable con Irma y no soportaba a mi tía Rebe.
      Lo buenos es que mi primo Eloy compró una casa pequeña y le dijo a su mamá que se fuera a vivir ahí y que él se iba a la casa grande con Bety y Tania. Mi tía accedió y se fue con Yuri, que le compró un Welsh Corgi muy alegre que se puso obeso de tanto que lo alimentaba mi tía.
      No me acordaba de mi tía Rebe cuando yo era una niña, realmente la quería mucho. Supongo que cuando mi tío se fue, se le cayó la venda de los ojos y tuvo que enfrentar el desamor en el que había estado viviendo y se volvió un poco amargada, tal vez desilusionada, siguió viviendo como por inercia. Su vida son sus hijos y sus nietos. Vive para molestarlos, jejeje. Pero son buenos y no se quejan demasiado. La quieren mucho y le hacen muchas fiestas a las que invitan a toda la familia.
      Yo me enojé con mi tía porque cuando murió mi padre se acercó a mí en el funeral y me dijo que ahora yo debía ver por mi madre. Entonces yo todavía vivía con Rafael y Ame era pequeña y mi vida era un embrollo y no necesitaba otro. Fui muy grosera y pensé que quién iba a ver por mí. Ahora me doy cuenta, mi tía sólo expresaba el dolor que sentía y las ganas que tenía, como hermana mayor, de cuidar a su hermanita, que sabía lo que era estar sola y que sabía que necesitaba la compañía incondicional de sus hijos. Ahora lo sé… y no. Estuve sola y me dolió, pero ya no duele. No sé cuánto tiempo le dolió a mi tía la tumba de mi primo, el vacío que dejó y que ningún otro de mis primos parece haber llenado nunca. No imagino la posición de Yuri, la maldición de llamarse Yuri Marco León, de llevar el nombre de un muerto y de nunca poder alcanzar la estatura de su sombra. No imagino lo que debe ser perder a un hijo cuando aún se es joven y seguir viviendo, despertando cada mañana preguntándose cuál era el plan. Y entiendo lo que debe haber sido vivir con una mujer muerta que vive a pesar de sí misma. La muerte de mi primo, al que nunca conocí, sembró una muerte en mi tía que fue matando el amor que tal vez alguna vez hubo en mi tío. No sé. No justifico, pero me dan pena.

CARMEN


Alta, orgullosa, segura de sí misma. Así aparece Carmen en la fotografía color sepia que le tomaron hace ya muchos años, va como toda chica de los 40s, con un traje sastre con hombreras, falda pegada hasta poco debajo de las rodillas, tacones cortos y un peinado que parecía que traía un par de rollos desde las sienes hasta la nuca. La mayor de los hijos de Gumersindo y Luz pasó por todas las vueltas de la vida que vivieron sus padres. Recordaba con cariño la época en que ella y sus dos hermanos menores vivieron un tiempo en casa de sus abuelos. La verdad no se acuerda por qué. Su mamá no sonreía tanto y su papá no llegaba en las noches, pero sus tías la sacaban a pasear en enormes y lustrosos autos negros y luego iban por helados de crema de limón para todos. Tenía una cama para ella sola en una recámara que compartía con Rebeca. Las ventanas de la hacienda daban a un enorme plantío de magueyes y a lo lejos se veían árboles que de noche se iluminaba por bolas de luz que sus tías le decían eran brujas. Carmen se hizo muy amiga de las primas a las que nunca había visto antes en ese corto tiempo. Le gustaban los vestidos que sus tías le compraban y los listones que le ponían en las trenzas. Pero de pronto volvieron a casa y entonces ya su papá regresaba todas las noches a cenar. Pero a ella nunca se le olvidó el lujo de la casa grande y vivió con el deseo secreto de volver a tener esa vida llena de cosas bonitas. 
Carmen siempre tuvo muy buenas calificaciones, sobretodo en Matemáticas. Le gustaba hacer cuentas. Le hubiera gustado estudiar para ser contadora, pero como en sus tiempos había que estudiar una carrera corta para ayudar a sus padres a mantener a los hermanos chiquitos, pues estudió Comercio y trabajó como secretaria para un contador.
Seguramente cuando Francisco la conoció quedó arrebatado por tal seguridad. Misma que lo convenció de convertirse al protestantismo por amor a ella, cosa que obviamente no le hizo gracia a su madre que siempre conservó cierta distancia.
Francisco siempre fue cajero en el hotel Jena, pero fue gracias a Carmen y a su sentido mercantil, heredado de su padre, que lograron vivir en la opulencia. Siempre recta, parecería que el único defecto que tenía era precisamente este, verle a todo cuánto provecho podía sacar. Prestaba dinero a réditos altos, pero no lo gastaba en tonteras, lo ahorraba para gastos mayores. Así fue como adquirió una casa y luego otra y otra. Pudo enviar a sus hijos a estudiar a donde cada quien quisiera: Martha a la UNAM a estudiar Relaciones Exteriores, Pepe igual Contaduría, Carmen decidió estudiar Enfermería, Cristina Contaduría y finalmente Lucía, la más chica, estudió en el ITAM Economía, todo gracias a los esfuerzos de su padre y a la habilidad financiera de su madre.
Recuerdo una de las primeras casas de mi tía en la colonia Roma, muy cerca de donde fue mi segundo hogar de casada. Era una casa blanca de dos pisos y me acuerdo que todos sus hijos estudiaban todavía. Fue ahí donde probé por primera vez el agradable sabor del zapote con naranja servido en un recipiente de cristal y con una cuchara especial de plata. Todo era limpio y grande y había una sirvienta y se veía que vivían bien. Lo único que parecía desentonar entre todo ese bullicio y efervescencia era mi tío Pancho que siempre se quedaba dormido los fines de semana que íbamos a su casa. Recuerdo su cara de adoración al ver a sus hijas y a sus nietas, siempre decía, --Carmelita es muy buena. Y mi tía sonreía y le tomaba la mano. No lo molestaba nunca y lo dejaba descansar, nos decía que trabajaba mucho y más de un turno y por eso siempre estaba cansado.
Se fueron casando los hijos: Pepe se casó con una hermosa regiomontana católica que no cambió su fe por nada del mundo; Carmen se casó con un médico y salió a su madre, hábil en el manejo del dinero y de las relaciones sociales; Cristina se fue a estudiar una maestría a París y ahí se casó con un brasileño seductor del cual se enamoró perdidamente y con quien tuvo un hijo; Lucía se casó con un tipo nefasto del cual se divorció al volver de su luna de miel, luego se fue al extranjero, supongo que a estudiar una maestría y a olvidar y llegó enamorada de un tipo terriblemente alto y feo, pero que hasta la fecha la hace feliz a pesar de todo lo que han pasado. Martha se casó mucho después que todos sus hermanos, cuando yo tenía más de quince años, con un francés muy agradable que vivió un tiempo en México y del que luego se divorció. De los divorcios de Pepe y de Cristina, se rumora que mi tía tuvo mucho que ver porque se trataba de parejas que nunca aceptaron la fe protestante que sus padres le habían enseñado a profesar con celo. No entiendo por qué, mi abuela y mi abuelo eran católicos y se convirtieron al Protestantismo, primero a una rama y luego a otra. Pepe engañó a Mariana. Eran la pareja perfecta y Mariana era la ama de casa perfecta. Sus hijas, Judy y Gaby fueron las primeras nietas de mi tía Carmen y de mi tío Pancho y las primeras bisnietas de mis abuelos, mis primeras sobrinas que apenas me llevan un par de años y a quienes quiero como hermanas. Diez años después de Gaby nació Mariana hija. El caso es que mi tía apoyó a Pepe en su adulterio, lo que sí me sacó de onda, ¿cómo es posible que no perdone a alguien por no ser de su misma religión, pero que sí perdone el adulterio de su hijo tan castigado en la Biblia? En fin. Ella apoyaba a su hijo antes que nada.
El caso más triste se dio cuando a los trece años de casados Cristina y su amado Mirivaldo se divorciaron. Cristina siempre fue débil, el divorcio le causó graves daños, su autoestima cayó por los suelos, engordó y perdió todo interés, de ser una mujer guapa, arreglada, pasó a dejarse el cabello largo y sin peinar, se vestía de pants, y cayó en una secta de la cual llegó a depender totalmente. Su hijo Alexis decidió irse con su padre a Brasil dejándola sola. Por lo tanto, Cristina se fue a vivir con sus padres, yo creo que por evitar la soledad más que por economía. Hoy en día Cristina se arregla de nuevo, no bajó de peso pero ya su fe es más una fortaleza que una locura. Mirivaldo cuenta que no soportaba a mi tía ni a mi prima Carmen con la eterna cantaleta de la iglesia. Lo irónico es que su segunda esposa era católica y tenía un nacimiento que ocupaba un cuarto en su casa en Pirassununga. Creo que la fe se transmite, no se impone.
Recuerdo una ocasión en la que yo ya tenía como 20 años y me quejaba de no conocer una pareja que se amara verdaderamente como para convencerme del matrimonio. Mi tía Carmen dijo, --¿Cómo no? Pancho y yo.-- Pero no, no me convencían. A pesar de nunca haberlos visto pelear, tampoco había visto a mi tío despierto ni lo había escuchado decir otra cosa que –Sí, Carmelita.-- Yo no quería eso, quería pasión, quería opinión, quería intercambio. Esa relación tan unilateral no me convencía.
Con el tiempo mis tíos envejecieron. Mi tío murió y como fue después de mi padre le había dado tiempo para decir que no quería a nadie de negro ni a nadie llorando, quería rosas rojas y mariachis cantando. Fue un funeral hermoso. Pero por mucho que alguien pida que no haya lágrimas en su funeral, estas son inevitables y sus hijas lloraban desconsoladas, sobretodo Lucía que no dejaba de decir, --Papito, papito, ¿por qué te fuiste?-- Pepe estaba serio, con los ojos rojos fijos en el ataúd y las manos al frente y al lado estaba mi tía, sonriente, calmada y recibiendo los pésames con gracia y elegancia. Se veía triste, pero nada desconsolada, es más, se veía aliviada.
Unos días después, cuando mi madre le comentó estas observaciones, mi tía le contó algo que le pidió no contarle a nadie, pero mi madre me cuenta todo a mí y entendí muchas cosas.
--Un día hace mucho, cuando los hijos eran todavía niños quise darle una sorpresa a Pancho y le llevé algo de comer al Jena. La sorpresa me la llevé yo cuando lo vi colgado del cuello de una mujer besándose. Él me vio y salió corriendo detrás de mí. Se deshizo en explicaciones y disculpas, me pidió perdón y una única oportunidad. Me dijo, “Si te vuelvo a faltar una vez más me dejas, pero por favor, no le digas a los niños.” Y le di la oportunidad y nunca me volvió a faltar, pero nunca fue lo mismo, por eso me ocupaba de sacar provecho de todo, estaba aterrada de que algún día necesitara de esos ahorros.-- La vida de mi tía no había sido nada fácil callando un secreto que la consumía por dentro en bien de los hijos que nunca, nunca sospecharon nada. Y sí, su matrimonio había sido ejemplar, pero quién sabe hace cuántos años había muerto el amor ahí.

viernes, 14 de junio de 2013

ELODIA


Mataron a su padre en su cara. Por irse a la bola, a ver qué le tocaba. Eran pobres y después, pues fueron más pobres. Su madre la hizo de padre, horneaba pan desde muy temprano y luego salía  a venderlo todavía de mañana, en una gran canasta que sostenía con una mano sobre la cabeza, mientras que con la otra montaba su bicicleta de un modo poco convencional; con eso juntaba para darle de comer a sus hijos. Elodia, la mayor, ya no pudo ir a la escuela, era la pequeña mamá. Se quedó en tercero de primaria, sabía lo más importante, hacer cuentas, leer y escribir. Era la que se quedaba en casa a lavar, tender camas y cocinar. Rubén, el segundo junto con Alejandro, el tercero, se iban a trabajar a la mina saliendo de la escuela. Como eran un par de niños flacos y esmirriados podían escurrirse por donde los mineros adultos y más gruesos no podían y les pagaban suficiente. Les pagaban. Era suficiente. La vida era dura. La Revolución sólo les trajo penas y desgracias, tragedia y muerte. Cuando se acabó, la vida siguió igual. Nadie mejoró su condición en Tlalpujahua, seguía siendo un pequeño pueblo minero.
Del otro lado, en la zona de casas grandes, vivía Augusto, de padre español, que también murió muy pronto, y madre viuda, Mariquita, que era muy buena, y se volvió a casar. Augusto y sus dos hermanos eran Los Palomos: Antonio, que se volvió alcohólico y Victoriano al que luego le cayó una maldición. Los Palomos les decían porque en el techo tenían un palomar y adiestraban palomas mensajeras, antiguo método de comunicación que funcionaba muy bien, se basaba en pequeños textos tipo celular pero era un poco más romántico. Augusto, además de un palomar y una casa en pie atendía la tienda de la familia que equivalía a algo así como ser el dueño de Sumesa en el D.F. Era la crema y nata de la sociedad, no sólo las vendía.
No tengo la menor idea de cómo se conocieron. Tal vez Elodia iba a comprar a la tienda seguido. Tal vez en la iglesia, inevitable punto de reunión en un pueblo no muy grande y totalmente católico tropezaron varias veces antes de mirarse. Esa iglesia de Tlalpujahua considerada joya arquitectónica de estilo churrigueresco y protegida por el INBA hoy en día. La parroquia de San Pedro y San Pablo (santuario de nuestra señora del Carmen hoy en día) donde me bautizaron porque mi bisabuela muy conchudamente dijo que si todo salía bien en mi nacimiento me iban a bautizar allá, aunque mi madre y toda su familia eran protestantes. Le valió. O a lo mejor lo hizo por eso, para ver si lograba convertirlos a todos. Como sea. El punto es que Augusto y Elodia, polos opuestos de la sociedad Tlalpujahuense se conocieron y como tales no se rechazaron, se enamoraron apasionada y contenidamente, como en aquellos tiempos se acostumbraba.
Augusto se armó de valor y se puso agua de colonia y fue a la humilde casa de Elodia a hablar muy seriamente con su madre. Le dijo que se quería casar con ella. (Sí que son viejos tiempos) Mi bisabuela Guadalupe, escueta, fría y dura, como la vida que le había tocado vivir, se limitó a contestar, --Si de verdad la quiere vuelva en un año, a ver si es cierto.
Pero ya desde entonces, los jóvenes se las arreglaban para hacer lo que se les pegaba la gana. Las primas de Elodia iban a pedirle permiso a mi bisabuela Lupe para que la dejara salir al cine con ellas. El cine. Se proyectaba en una pared en las noches de abril, cuando no llovía y hacía calor. No era seguido. ¿Cómo negarles el permiso? No sé si las madres desarrollamos un sexto sentido y a pesar de saber qué pasa con las hijas les damos el permiso fingiendo no saber nada para que se sientan libres y que prueben lo que les hemos enseñado o de verdad confiamos tanto en ellas que realmente nos hacen tontas. Obviamente Elodia y sus primas se desperdigaban cada una con su novio y cobijadas bajo la oscuridad, los besos con sal, furtivos y con un dejo de mal, no se dejaban esperar.
Entonces llegaron las aguas. Por si no fuera suficiente con los estragos de la Revolución, cuando todo comenzaba a componerse y una vez pasados los calores, llegaron las lluvias. La precipitación constante fue hinchando el lodo de agua mezclada con cianuro usadas para sacar fácilmente el oro de las minas,  que se había apilado en tantos años. La presa, que contenía tanto escombro, ya no aguantaba más, no se trataba de unas cuantas toneladas, eran una por lingote y se habían extraído millones. A las 5.30 del naciente 27 de mayo de 1937, las lamas sepultaron medio pueblo causando pérdidas irreparables. Casas destruidas, cosechas perdidas, vidas arrancadas, ilusiones borradas. Lupe ya estaba despierta horneando su pan cuando escuchó el quejido trágico de la presa incapaz de contener más aquél veneno maloliente. Lupe reaccionó, despertó a sus hijos y corrieron a la iglesia del Monte. Augusto en su lado del pueblo sintió cómo los dedos de su hermana se deslizaban entre los de él, arrebatada por las lamas. Augusto y Elodia se encontraron en la iglesia. Al día siguiente, después de una noche tormentosa y angustiosa la gente comenzó a salir de la iglesia con dificultad. Llegaron zapadores enviados por el Presidente Lázaro Cárdenas. El pueblo estaba deshecho. Lupe apenas había sacado a sus hijos y algo de dinero de su casa, no había más que lodo. No tenían nada que hacer ahí. Fueron a la estación de camiones de El Oro y compró boletos para la ciudad. El cianuro había envenenado la tierra, nada crecería en años. La mina se derrumbó. Fue así como todos se trasladaron a la ciudad. Elodia y Augusto se perdieron un rato.
         El tiempo en la gran ciudad corrió veloz. Elodia se fue a vivir con sus hermanos y su madre. Para entonces sus hermanos ya eran plateros y fabricaban joyería en plata que colocaron en el mercado de Buenavista. Elodia seguía metida en la casa barriendo, trapeando, lavando, cocinando y remendando con huevos de madera los calcetines de sus hermanos. Y Lupe seguía horneando pan, sólo que acá la competencia era más dura. Augusto vivía con su madre epiléptica, de quien heredé el gran mal, y sus inseparables hermanos Palomos. Acostumbrado a trabajar, pues trabajó. La tienda ya no era de él. ¿Y qué? Su trato amable y bromista era del agrado de todos y él se la pasaba bien. Trató de conquistar a una chica de Tlalpujahua que andaba por ahí, pero para mi suerte, no se le hizo. Al cabo de un rato Elodia y Augusto se volvieron a localizar gracias a una prima de Elodia. Augusto recordó por qué se había querido casar con Elodia. Era esa mezcla de sensualidad con ingenuidad cándidamente encantadora. Los ojos enormes y de china, el cabello negro azulado que reflejaba el sol insolentemente, las enormes caderas, el paso invitante sin intención. Volvió a casa de Lupe, con la misma agua de colonia y la misma petición. --Ya pasó un año y todavía me quiero casar con Elodia. Tengo algo ahorrado y mientras podemos vivir con mi madre y mis hermanos. Esta vez Guadalupe no tuvo reparos.
Las invitaciones entonces eran muy sencillas. Una hoja tamaño carta, blanca, doblada en cuatro, sin adornos que desdoblada decía:

María Alabarrán Viuda de García                                          Guadalupe Carrillo Viuda de Navarrete

tiene le honor de participar el enlace                                          tiene el honor de participar el enlace
de su hijo el señor                                                                      de su hija la srita.
Augusto García Albarrán                         con                            Elodia Navarrete Carrillo

                       Que se llevará a cabo el 29 de Octubre de 1937 en la Iglesia de Regina.


 Para la boda Elodia se fue desde temprano a rizarse el rebelde cabello. Luego su madre y sus primas le ayudaron a enfundarse el ajustado vestido blanco tipo sirena que le ajustaba las caderas y luego se desenvolvía alrededor de las rodillas. Se fueron a la iglesia de Regina, en el centro, a dos cuadras del Claustro de Sor Juana, donde ya estaba el novio nervioso con el azar en la solapa y toda la familia emperifollada. Todos serios y formales con las rodillas temblando. 

Aunque muy normal, común y corriente, la ceremonia fue muy especial  para los novios, nunca antes se habían casado, y nunca después lo hicieron. De ahí se fueron a Jose María Vigil, a la casa de Doña Mariquita y sus Palomos donde les habían preparado un extraordinario ambigú a los novios y a sus invitados. Fue la única vez que Elodia permaneció sentada y que le dieron de comer en esa casa.
¡Pobre Elodia! Pasó de atender a dos hermanos y una madre, a atender a otros dos hermanos, otra madre y un esposo. La vida no fue fácil. Mariquita y sus ataques epilépticos eran todo un espectáculo. Entonces no había medicina que controlara los ataques. Y los tés de salvia y ruda no siempre funcionaban. Elodia no era tan ignorante como para creer que estaba poseída o algo así. Al contrario, le daba mucha pena y la trataba con cariño. Cada vez que Mariquita comenzaba a manotear, Elodia ya sabía que le iba a dar un ataque, trataba de que Mariquita no cayera tan feo sobre el piso y le ponía algo mullido bajo la cabeza. La miraba impotente durante lo que parecían horas mientras el cuerpo de Mariquita se sacudía con violencia. Luego la tapaba cuando se desmayaba y le salía espuma por la boca. Cuando despertaba, la ayudaba a llegar a su cama, le preparaba un té de manzanilla y la dejaba dormir. Fue una buena nuera hasta que Mariquita se murió de un status eplilepticus, una serie de ataques que consumieron su energía y su vida en menos de un día.
Los cuñados. ¡Jm! Eran otra cosa. Antonio, a pesar de su alcoholismo, era amable y siempre traía algo a la casa, dinero, comida en exceso…y rara. Comida que compraba en el mercado de Mixcoac donde vendía guitarras de Paracho y donde vivía con su mujer, doña Josefina y su hija Margarita. Nunca me quedó clara esa relación. ¿Por qué si mi tío tenía esposa no vivía ella con todos? ¿Magarita era hija de mi tío? Una noche llegó con una bolsa llena de caracoles. Que dizque eran una delicia en Francia. Pues que se los coman allá pensó Elodia. Permanecieron en el refrigerador hasta que Elodia se asqueó y los tiró a la basura.
Victoriano, mmm, era otra cosa. No era malo. Era malvado. El más pequeño de los tres había sido el consentido de Mariquita y Augusto había crecido consintiéndolo, con la idea de que así debía ser. Pero era cosa que si no le gustaba la comida tiraba la mesa, se largaba porfiando mil insultos y se metía a su recámara azotando la puerta. Elodia se tragaba las lágrimas de rabia, pero la venganza es un platillo que se come frío y esta venganza ni siquiera la planeó Elodia. Hoy dirían que fue karmaVictoriano era agente viajero. Vendía medias y ligueros por toda la república príista de aquellos tiempos. En uno de sus viajes por Tierra Caliente, así decía él, se enamoró apasionadamente de una mujer que decían era bruja. Bien lo dice Nacho Cano, “las cosas se complican si el afecto se limita a los momentos de pasión”. Después de la pasión, “la bruja” resultó embarazada y Victoriano, como típico macho mexicano salió con la idiota respuesta, --¿Y yo cómo sé que es mío?-- Y se largó. Pero la mujer, que resultó sino bruja, pues con un enorme poder sugestivo le lanzó la maldición, --¿Ah, sí? Pues ahora nada de lo que comas te hará provecho.-- Y efectivamente así fue. Como yo recuerdo a mi tío era un hombre alto, flaco, como una vela amarillenta y sucia. No comía nada más que caldo de pollo y verduras cocidas. Punto. De tirar mesas por falta de sal o sazón en las comidas, se encerró a comer en su habitación y recibía su ración diaria con un modesto y casi inaudible –Gracias. Con el tiempo, su hija vino a buscarlo, le dijo que había muerto su madre y él la reconoció, la abrazó, o más bien se dejó abrazar porque era muy hosco, y coincidió con la pensión a los ancianos de López Obrador. Entonces le volvió el hambre. Comía helado, naranjas y conchas de chocolate ¡con leche! (y no precisamente deslactosada.) Santo remedio. ¿Fue la hija reconocida? ¿La muerte de la bruja? ¿La pensión de López Obrador? Misterio.
En 1945, durante la Segunda Guerra, se inició el programa Bracero entre México y Estados Unidos. Mientras los gringos se iban a la guerra y dejaban sus campos abandonados, a los mexicanos se les ofreció trabajar esas tierras con un buen salario. Augusto no lo pensó dos veces. Ser empleado en una tienda en la ciudad no era lo mismo que haber sido el dueño en el pueblo. Era responsable de su mujer, su madre y sus hermanos. Esa era la oportunidad que estaba buscando. Se fue. A Elodia le encargó a su madre y a sus hermanos. Le enviaba dinero puntualmente, él solo se quedaba lo necesario para comer e ir al cine una vez al mes. Le envió una foto con un uniforme de aviador gringo. Le escribía cartas desde Sunkist, la empacadora donde trabajaba para Mr. Ogoshi. Me lo imagino trepado en un naranjo, comiendo naranjas y escribiendo.
Elodia guardaba las cartas en el bolsillo del delantal azul todo el día y en la noche, cuando todos se iban a dormir, con los trastes limpios y guardados, la sacaba y la leía mientras tomaba una taza de té de naranjo. La releía muchas veces. Y lloraba. Y esperaba. Guardaba el dinero en un bote en un gabinete de la cocina. Con el tiempo, el dinero ya no cabía. Un día, recibió una carta que solo decía "Ya vuelvo." Y una semana después Augusto apareció en la puerta.
Nueve meses después nació mi padre, un pequeño bebé que no tomaba leche. Mi abuela no tenía, y en aquellos tiempos de leche no pasteurizada y peligro de Polio, lo alimentaban con té de manzanilla y creció flaquito y cabezón. Pero era muy listo y encantador. Ya más grande, cuando caminaba, mi abuela le daba Emulsión de Scott. Mi padre, Marco Alberto García Navarrete fue hijo único, hecho que lamentaron él y mi abuela. Él porque era muy sociable y siempre quiso hermanos y ella porque constantemente decía que ni para eso había servido (¿?) Pero yo creo que fue buena madre. Mi padre era responsable, educado, cortés, muy inteligente y amiguero. Amiguero. El origen del gran problema. Ya llegaremos a eso.
                  Con todo el dinero ahorrado durante el Programa Bracero mi abuelo reunió el depósito para rentar un local que sería su primer restaurante, "Los Patitos", el único que conocí y del que me acuerdo, estaba decorado con dibujos del pato Donald y toda su familia por todo el restaurante. Mi abuelo atendía las mesas, cocinaba, barría, trapeaba, limpiaba baños, cobraba y se encargaba de absolutamente todo. Entonces, mi bisabuela Lupe le dijo a mi abuela Elodia, --Ve al restorán, entérate de qué se trata y cómo funciona, aprende. No sea que te quedes viuda y te vean la cara.
Así fue que un día Elodia se fue temprano con Augusto al restaurante a atender las mesas. Apenas sirvieron el primer desayuno, uno de los comensales habituales llamó a Augusto y le dijo, --¿Oye, de dónde sacaste a esa galopina tan guapa?
Augusto solo rechinó los dientes y le contestó aguantando las ganas de meterle un puñetazo, --Es mi mujer.
No llegaron a la hora de la comida. Augusto mandó a Elodia derechito a la casa y nunca quiso volver a escuchar sobre ayudarle a atender el negocio.
Llegó a tener cinco restaurantes en el centro de la ciudad, tenía gente que le ayudaba en cada restaurante y toda de su absoluta confianza. La rutina de Elodia consistía en despertarse a las 5.00 para darle de desayunar a Augusto antes de que saliera para La Merced a comprar todo para los restaurantes cada día. Después se volvía a dormir un rato y luego se despertaba para darle de desayunar a Beto, su hijo, antes de llevarlo a la escuela. Desde pequeño lo enviaron al Vives, donde también iba Javier, el hijo de los padrinos, unos amigos muy cercanos de la familia a los que Augusto había conocido por casualidad el día de su boda. El resto del día era limpiar la casa, barrer, trapear, lavar los trastes, lavar la ropa, remendar calcetines, cortar telas para hacer sábanas, fundas para almohadas, fundas para la sala y todo eso que su preciada máquina de coser Singer le permitía hacer. Después iba al mercado, hacía la comida y esperaba a que Beto llegara de la escuela, siempre con un amigo. Su hijo era único, pero muy amiguero. Siempre traía amigos a comer, a jugar, a estudiar, a hacer la tarea. Y Elodia era muy callada, pero le gustaba que su hijo trajera amigos. Después de comer recogía los trastes, los lavaba, dejaba la cocina en orden y entonces remendaba calcetines con un huevo de madera, rezaba un poco el rosario y luego encendía el televisor y veía sus telenovelas. En los comerciales leía el periódico y veía que su hijo hiciera la tarea. Estaba orgullosa de él. No podía ayudarle porque ella no había pasado de tercero de primaria, pero él lo hacía todo solo y traía buenas notas. Cuando se iban los amiguitos, Elodia le daba un buen baño a Beto y lo ponía a dormir. No eran de besos ni de abrazos, pero Elodia quería mucho a su hijo. Preparaba una cena ligera para cuando llegara Augusto y siempre estaba caliente cuando él regresaba. Regresaban los cuñados también. Antonio del mercado y Victoriano de estar todo el día metido en su auto que tenía estacionado fuera de la casa. Antonio se paraba en la puerta, bajo el foco a contar el dinero que había ganado en el día. Fue un milagro que nunca nadie le robó. Augusto se lavaba las manos y se sentaba. Por fin le iban a servir a él. Por fin se sentaba. No hablaban mucho, ambos estaban cansados. Elodia lavaba los trastes de nuevo, los secaba, los guardaba, apagaba el paso del gas y salía de la cocina. Después cerraba los candados en cada ventana y puerta de la casa. Por fin se iba a dormir. Y soñaba que cuando acababa de cerrar los candados veía que todos se abrían y tenía que volver a cerrarlos. Finalmente se quedaba dormida y todo comenzaba de vuelta. La vida transcurrió sin mayores cambios que el tiempo pasando. Un día había que comprarle pantalones nuevos a Betito, otro día se abría otro restaurante, otro día era Navidad, otro día era otro cumpleaños. Un día una cana, otro día una arruga junto al ojo. Pronto, demasiado pronto quizá, Alberto se graduó de la preparatoria y entonces padre e hijo se sentaron a hablar. El mayor sueño de Augusto era que su hijo heredara todo el fruto de su esfuerzo, pero lo que mi padre heredó, y a la vez nos heredó a mi hermano y a mí, fue el orgullo de tener algo resultado de su propio esfuerzo. Mi papá salió con que quería estudiar Ingeniería en la UNAM. Amaba las matemáticas y sus complejos razonamientos. Entonces mi abuelo le vendió los restoranes a Cándido que era su brazo derecho y se operó las cataratas.
Se quedó en casa. Mi abuela no sabía qué hacer con él. Hasta entonces aquellos habían sido sus territorios, su cocina, ahora venía este usurpador a echarla. Además era hiperactivo. No era de esos viejitos que se sientan a recordar su vida pasada o a dejar escurrir lo que les queda de vida frente al televisor o al lado de un estéreo. No. Mi abuelo se subía cada año a una escalera igual de vieja que él a pintar la casa.  La pintaba por dentro y por fuera, de techo a piso. Ahí aprendí unas técnicas. Tenía un corredor jardín con plantas que tenían rayas blancas, helechos, amaba los helechos, azaleas anaranjadas, eran de mi abuela y una hermosa galvia verde oscura que la vecina de atrás hizo cortar por la humedad que se le trasminaba. Se pasaba todos los días quitando hojas amarillas, moviendo la tierra, y  a veces plantando más. Cuando había gatitos mi abuelo les daba de comer, jugaba con ellos y dejaba que se frotaran, pero nunca fue de cargarlos. Escuchaba a Chepina Peralta y anotaba las recetas. Elodia compraba los ingredientes en el mercado, a veces yo iba con ella, y luego él preparaba las recetas y anotaba sus propias versiones con su letra antigua y sus faltas de ortografía.
                    Por alguna extraña razón que desconozco, un buen día, Elodia preparó la habitación en donde bajaban las escaleras para su mamá, que hasta entonces había vivido con su hermano Rubén. Había una enorme cama matrimonial de madera, un par de libreros y una silla sobre una alfombra café chocolate. Ayudaba a Elodia a "machucar" la ropa, como ella decía. Era muy fuerte y trabajadora. Un día llamó a su hijo Rubén para que le soldara sus aretes, no pensaba dejárselos a nadie, ella dijo, -Estos me los llevo a la tumba.-- Eran un par de arracadas típicas mexicanas, de oro sólido, pequeñas. Tal vez se las dio su esposo muchos años atrás. De otro modo, ¿por qué no dejárselos a su única hija? 
                    Augusto se encargó de comprarle aretes, collares, anillos, vestidos, zapatos y de todo para asistir a las muchas cenas, fiestas, bodas, bautizos, comuniones y demás donde fueron invitados, festejados, padrinos y más. Muchas fiestas fueron en casa. Mi abuelo amaba las fiestas y sobre todo las comidas donde reunía a mucha gente. Pero lo mejor de todo, donde aprendí a hacer las cubas usando una botellita de alcaparras como medida, y a poner la mesa correctamente con saleros y servilleteros, eran las fiestas de cumpleaños. Mi abuelo cumplía el 1º de septiembre y todo ese mes era de fiesta. Venían cada fin de semana diferentes sectores de su gente: familiares y amigos, de él, de mi abuela y hasta de mi mamá. Pero nunca encargaba comida. Ah, no, él no. Él hacía la comida, mi abuela, mi hermano y yo ayudábamos. Pelábamos lo que se debía pelar, lavábamos, picábamos, desmenuzábamos, estirábamos, desinfectábamos, molíamos. Pero él mezclaba, freía, movía. Era el mago que sabía la receta. Esa fue su perdición. Como medida preventiva se operó de la próstata. Todo salió bien. Sólo tenía que guardar reposo. ¡Ja! ¿Mi abuelo? ¿Bromean? No sabía que era eso. Además se acercaba septiembre. ¿Cómo reposo? ¡Tamales! Olla, batir, no con aparatos, a mano, como los hombres, cargar la olla con los tamales cocidos no es lo mismo que vacía para lavarla. La fiesta y la comida fueron un éxito. Pero mientras todos gozaban el sazón de mi abuelo los malévolos puntos se desprendieron. La infección apareció. Todo se complicó. Los riñones. La demencia senil ocasionada por las toxinas en todas partes. La dieta estricta. Las alucinaciones. El pasado. Mi abuela se convirtió en su madre. Todos éramos Lupe. En la madrugada, cuando ya todos trabajábamos, mi papá, mi mamá, mi hermano y yo, nos despertaba con la desesperación de sus gritos llamando a su mamá. Mi tío Victoriano que ya ni nos acordábamos que vivía salía como una momia de película del Santo y gritaba, para colmo, --¡Ya cállate! Deja dormir.
A mí me daba tristeza, pero a la vez tenía que trabajar. Y no podía dormir. Se lo llevaron al hospital. Lo malo de ser hijo único es que sólo mi papá estaba ahí. A veces lo relevaba mi mamá y una que otra vez mi hermano. Al cabo de un rato salió. Pero no estaba mejor, simplemente había pasado el peligro y ya no era necesario que estuviera ahí. Se volvió necesario contratar quien le ayudara a mi abuela. No podía ya sola con todo. Yo le ayudaba y me hacía cargo cuando llegaba de la escuela, ya era maestra, ya no era estudiante. Pero en las mañanas mi abuela no podía con desayuno, trastes, limpieza y mi abuelo y sus necesidades. Ya era otra vez un bebé, pero pesado. Mi abuelo se volvió grosero, imprudente, intolerable. Sólo comía a regañadientes lo poco que podía. Cerraba la boca cuando le quería dar de comer, me escupía, volteaba la cabeza. Se hacía en la cama o trataba de ir al baño pero no llegaba y ahí a medio pasillo se quedaba de pie avergonzado. Era doloroso ver cómo le escurrían las lágrimas porque sabía que era un adulto que se supone que ya no tiene esos accidentes. Mi abuela lavaba las sábanas y los sarapes varias veces al día y yo otras tantas la pijama. Mi mamá no sabe pero en varias ocasiones subí a lavar las sábanas sucias en su lavadora.
Me da vergüenza admitir que quise que mi abuelo se muriera.
Una noche no podía más del dolor. Ya le habían hecho una diálisis. Entonces aprendí que era signo inequívoco de que el fin estaba próximo. Volvió la camilla de la ambulancia una vez más. Ya estaba muy flaco, no podía articular palabra. Me tomó la mano, harta y cansada la retiré con violencia. Era la última vez que lo vería. La juventud se desperdicia en los jóvenes dice Shaw. Me arrepiento tanto de eso. Se fueron mi papá, mi mamá y mi hermano. Me quedé con mi abuela. No pudimos volver a dormir. Nos quedamos en el cuarto en que había muerto mi abuela Lupe que ahora era como una biblioteca con libros de todos y sobretodo míos. Estábamos en silencio. De repente dijo mi abuela, --Lo primero que voy a hacer va a ser pintar esa pared. Nunca me gustó ese color. Y voy a quitar esas cortinas, son horribles.-- Me asustó ver que mi abuela se sentía libre. Al fin, después de tantos años estaba libre. Nunca sentí más miedo. Se habían casado hasta que la muerte los separara. Al fin la muerte los había separado.