María Gema, la cuarta hija de Gumersindo y Luz, también fue enfermera y estudió en Morelia sin mayores contratiempos. Al volver a su casa, María no tardó en casarse con un militar que se llamaba Alberto Cavazos. Cuentan que la boda fue hermosa, que Alberto lucía uniforme de gala con botones de plata y que cuando salieron de la iglesia de El Mesías ubicada en Artículo 123 en el centro, sus compañeros hicieron un arco con sus espadas para que pasaran por ahí los recién casados que abordaron un auto que los llevó directo a su luna de miel en Veracruz.
A su debido tiempo, María anunciaría emocionada que esperaba un bebé. Un día de junio de 1953, Alberto presentó orgulloso a su hijo Jorge Alberto. Un año y unos cuantos días después, presentó a su segundo orgullo: Guillermo Alberto. Eran muy felices. María había colgado su capa, su uniforme y su cofia para cambiarlos por el mandil y atender su casa. Mantenía su casa limpia y ordenada, preparaba la cena, bañaba a los muchachos y los mandaba a dormir antes de que llegara su papá para que no tuviera que lidiar con ellos entre semana; siempre estaba arreglada, el cabello rizado, las pestañas postizas y discretas, labial suave como correspondía a una esposa y madre de los 50's; lo esperaba siempre ansiosa y nunca se quejaba de las minucias del quehacer cotidiano, que no se comparaban en nada con lo que él tenía que enfrentar en el ejército; y escuchaba atentamente y ocupada las anécdotas de su marido antes de apagar la lámpara y dormir. Pero un día le mataron a su guapo y apuesto militar.
El ruido fue ensordecedor. María se despertó. Era muy tarde y Alberto no había llegado, así que había guardado la comida y se había despintado y había apagado la lámpara sin la previa conversación. Se había sentido inquieta y algo enojada. Aquél ruido parecido a un cohete del 15 de septiembre la había asustado mucho. Corrió a ver a los niños. Aparentemente a ellos no los había despertado. Estaban plácidamente dormidos. María se quedó parada en medio de la oscuridad esperando escuchar otro cohete y no escuchó nada más. Se extrañó. Quizá lo había soñado. Alberto no llegaba. No era su costumbre. ¿Por qué no llegaba? ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? ¿Con quién? Hacía frío. Se dirigió a la recámara para meterse a la cama de nuevo. Justo en eso sonó el teléfono. María lo dejó sonar otro par de veces. ¿Quién llamaría en medio de la noche? Algún loco seguramente, algún bromista y ella no estaba de humor. El teléfono sonó insistente exigiendo respuesta. María corrió disgustada a contestar,
-¿Bueno? Dijo de mala gana.
-¿María Becerril de Cavazos? -Preguntó una voz masculina, firme y suave desde el otro lado.
-¿Sí? -Contestó extrañada.
-Me temo que debo informarle... -Comenzó la voz del general.
-¿Cómo? No entiendo. ¿Seguros que fue Alberto? No, él es muy fuerte, él es resistente. No fue Alberto. Sí, voy. Tengo que dejar a los niños con mi mamá y voy.
En el taxi rumbo a casa de su madre, María le rogaba a Dios que todo aquello hubiera sido falso, que se hubieran confundido. Si nadie estaba en guerra. Estar en el ejército era un trabajo como todos. Realmente su esposo solo se prestaba en casos de desastre y para rescate. ¿En qué momento le habían disparado mientras estaba hablando por teléfono? Era lo más ilógico. ¡Era estúpido! ¿Por qué Dios de repente la odiaba de este modo tan punzante? ¿Ella qué había hecho? Todos eran buenos. Apenas llegó a la puerta de la casa de Luz y Gumersindo, ya la esperaban. Recibieron a los niños que venían medio adormilados y se metieron. María ni tuvo que bajarse del taxi. Se siguió al cuartel. Y entonces comprendió. Había dejado de cuidar a los enfermos para dedicarse a un solo hombre y a un par de niños. Se había vuelto egoísta. Tenía que volver al hospital. Sí, volvería si Dios le permitía que Alberto siguiera con vida. Si estaba herido, ella lo cuidaría y ya que estuviera bien volvería al hospital, si se habían equivocado entonces no haría falta cuidarlo y se iría de inmediato al hospital. sí, seguramente esa era la señal de Dios. llegó tranquila al cuartel. La esperaba el general. -¿Señora Cavazos? le extendió la mano para ayudarle y le pagó al taxista.
-¿Sí?
-Pase por favor.
El cuerpo estaba tendido en una mesa demasiado angosta y fría. Llevaba uniforme y parecía dormido salvo por la mancha de sangre que se extendía desde su hombro izquierdo hasta difuminarse cerca de la cintura. María corrió hacia él. Tenía la esperanza de que fuera alguien más. Pero no, era Alberto. Alto, fuerte, de hombros anchos, moreno, con su cabello rizado y negro pero corto, sus cejas pobladas y su nariz recta, era él.
Finalmente el inmenso dolor, el llanto reptando por su garganta para estallar en un alarido desgarrador, las sacudidas causadas por la angustia, el ardor de las lágrimas escurriendo por su rostro escaparon. María era muy proclive a la depresión y se estacionaba ahí por mucho tiempo. Pero estaban sus hijos, eran pequeños y no podían hacer nada por sí solos. Se convirtieron en el motor para que una vez efectuado el funeral y enterrado el amado marido tomara su cofia, su capa y su uniforme y volviera de nuevo al hospital a ganarse el pan y a buscar tal vez un poco el sentido de la vida entre pacientes y doctores.
María trabajaba en horarios variados, no eran fáciles. A veces entraba temprano en la mañana, todavía de noche y con frío. A veces entraba cuando la luna estaba a punto de asomar y pasaba la noche en vela, al pendiente de signos vitales, murmullos, quejas, suspiros, estertores y pasos. María trabajaba en las antiguas instalaciones del Hospital Inglés en Mariano Escobedo y también contaba historias de fantasmas. Decía que había una enfermera que siempre se aparecía en el ala norte para cuidar a los enfermos que inevitablemente decían que era muy callada y su uniforme estaba tan blanco que parecía relucir. Nunca les inspiró miedo a ellos, sólo a las enfermeras que les tocaba hacer guardia porque no querían que se les apareciera la quemada. Se supone que había muerto en un incendio en el hospital antes de que fuera remodelado. Decían que se había quedado dormida durante una guardia y que por eso había quedado atrapada en el incendio. Y cuando las enfermeras de guardia se dormían, ella aparecía y se hacía cargo de cambiar vendas, administrar medicamentos, tomar signos vitales, revisar sondas y aliviar fiebres, todo, hasta que aparecía la enfermera en turno y encontraba a sus pacientes atendidos y tranquilos. María creía que todo aquello era un gran cuento y es que ella nunca se quedó dormida en guardia. A veces llegaba casi al amanecer a su casa, se quitaba la capa, la guardaba en el ropero, se quitaba la cofia prendida con pasadores, se desmaquillaba con un trapito limpio y mucha crema, se quitaba sus pestañas postizas y apenas se metía a la cama, salía el sol. No, nunca vio a la quemada.
A su debido tiempo, María anunciaría emocionada que esperaba un bebé. Un día de junio de 1953, Alberto presentó orgulloso a su hijo Jorge Alberto. Un año y unos cuantos días después, presentó a su segundo orgullo: Guillermo Alberto. Eran muy felices. María había colgado su capa, su uniforme y su cofia para cambiarlos por el mandil y atender su casa. Mantenía su casa limpia y ordenada, preparaba la cena, bañaba a los muchachos y los mandaba a dormir antes de que llegara su papá para que no tuviera que lidiar con ellos entre semana; siempre estaba arreglada, el cabello rizado, las pestañas postizas y discretas, labial suave como correspondía a una esposa y madre de los 50's; lo esperaba siempre ansiosa y nunca se quejaba de las minucias del quehacer cotidiano, que no se comparaban en nada con lo que él tenía que enfrentar en el ejército; y escuchaba atentamente y ocupada las anécdotas de su marido antes de apagar la lámpara y dormir. Pero un día le mataron a su guapo y apuesto militar.
El ruido fue ensordecedor. María se despertó. Era muy tarde y Alberto no había llegado, así que había guardado la comida y se había despintado y había apagado la lámpara sin la previa conversación. Se había sentido inquieta y algo enojada. Aquél ruido parecido a un cohete del 15 de septiembre la había asustado mucho. Corrió a ver a los niños. Aparentemente a ellos no los había despertado. Estaban plácidamente dormidos. María se quedó parada en medio de la oscuridad esperando escuchar otro cohete y no escuchó nada más. Se extrañó. Quizá lo había soñado. Alberto no llegaba. No era su costumbre. ¿Por qué no llegaba? ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? ¿Con quién? Hacía frío. Se dirigió a la recámara para meterse a la cama de nuevo. Justo en eso sonó el teléfono. María lo dejó sonar otro par de veces. ¿Quién llamaría en medio de la noche? Algún loco seguramente, algún bromista y ella no estaba de humor. El teléfono sonó insistente exigiendo respuesta. María corrió disgustada a contestar,
-¿Bueno? Dijo de mala gana.
-¿María Becerril de Cavazos? -Preguntó una voz masculina, firme y suave desde el otro lado.
-¿Sí? -Contestó extrañada.
-Me temo que debo informarle... -Comenzó la voz del general.
-¿Cómo? No entiendo. ¿Seguros que fue Alberto? No, él es muy fuerte, él es resistente. No fue Alberto. Sí, voy. Tengo que dejar a los niños con mi mamá y voy.
En el taxi rumbo a casa de su madre, María le rogaba a Dios que todo aquello hubiera sido falso, que se hubieran confundido. Si nadie estaba en guerra. Estar en el ejército era un trabajo como todos. Realmente su esposo solo se prestaba en casos de desastre y para rescate. ¿En qué momento le habían disparado mientras estaba hablando por teléfono? Era lo más ilógico. ¡Era estúpido! ¿Por qué Dios de repente la odiaba de este modo tan punzante? ¿Ella qué había hecho? Todos eran buenos. Apenas llegó a la puerta de la casa de Luz y Gumersindo, ya la esperaban. Recibieron a los niños que venían medio adormilados y se metieron. María ni tuvo que bajarse del taxi. Se siguió al cuartel. Y entonces comprendió. Había dejado de cuidar a los enfermos para dedicarse a un solo hombre y a un par de niños. Se había vuelto egoísta. Tenía que volver al hospital. Sí, volvería si Dios le permitía que Alberto siguiera con vida. Si estaba herido, ella lo cuidaría y ya que estuviera bien volvería al hospital, si se habían equivocado entonces no haría falta cuidarlo y se iría de inmediato al hospital. sí, seguramente esa era la señal de Dios. llegó tranquila al cuartel. La esperaba el general. -¿Señora Cavazos? le extendió la mano para ayudarle y le pagó al taxista.
-¿Sí?
-Pase por favor.
El cuerpo estaba tendido en una mesa demasiado angosta y fría. Llevaba uniforme y parecía dormido salvo por la mancha de sangre que se extendía desde su hombro izquierdo hasta difuminarse cerca de la cintura. María corrió hacia él. Tenía la esperanza de que fuera alguien más. Pero no, era Alberto. Alto, fuerte, de hombros anchos, moreno, con su cabello rizado y negro pero corto, sus cejas pobladas y su nariz recta, era él.
Finalmente el inmenso dolor, el llanto reptando por su garganta para estallar en un alarido desgarrador, las sacudidas causadas por la angustia, el ardor de las lágrimas escurriendo por su rostro escaparon. María era muy proclive a la depresión y se estacionaba ahí por mucho tiempo. Pero estaban sus hijos, eran pequeños y no podían hacer nada por sí solos. Se convirtieron en el motor para que una vez efectuado el funeral y enterrado el amado marido tomara su cofia, su capa y su uniforme y volviera de nuevo al hospital a ganarse el pan y a buscar tal vez un poco el sentido de la vida entre pacientes y doctores.
María trabajaba en horarios variados, no eran fáciles. A veces entraba temprano en la mañana, todavía de noche y con frío. A veces entraba cuando la luna estaba a punto de asomar y pasaba la noche en vela, al pendiente de signos vitales, murmullos, quejas, suspiros, estertores y pasos. María trabajaba en las antiguas instalaciones del Hospital Inglés en Mariano Escobedo y también contaba historias de fantasmas. Decía que había una enfermera que siempre se aparecía en el ala norte para cuidar a los enfermos que inevitablemente decían que era muy callada y su uniforme estaba tan blanco que parecía relucir. Nunca les inspiró miedo a ellos, sólo a las enfermeras que les tocaba hacer guardia porque no querían que se les apareciera la quemada. Se supone que había muerto en un incendio en el hospital antes de que fuera remodelado. Decían que se había quedado dormida durante una guardia y que por eso había quedado atrapada en el incendio. Y cuando las enfermeras de guardia se dormían, ella aparecía y se hacía cargo de cambiar vendas, administrar medicamentos, tomar signos vitales, revisar sondas y aliviar fiebres, todo, hasta que aparecía la enfermera en turno y encontraba a sus pacientes atendidos y tranquilos. María creía que todo aquello era un gran cuento y es que ella nunca se quedó dormida en guardia. A veces llegaba casi al amanecer a su casa, se quitaba la capa, la guardaba en el ropero, se quitaba la cofia prendida con pasadores, se desmaquillaba con un trapito limpio y mucha crema, se quitaba sus pestañas postizas y apenas se metía a la cama, salía el sol. No, nunca vio a la quemada.
Los años pasaban y aunque su madre le ayudaba, María se cansaba. Se sentía sola. Adoraba a sus hijos y ellos a ella, pero necesitaba un adulto en su vida, alguien que compartiera su cama, sus noches, por lo menos las que nos estaba cansada. Disfrutaba platicar con su madre cuando iba por los niños, pero anhelaba otro tipo de charlas. A veces veía con un dejo de envidia a enfermeras más jóvenes platicando en los pasillos con los doctores. Se sonrojaban, se mordían el cabello, veían hacia abajo, se mordían las uñas, no hablaban de comida o de gastos. María sabía que era bonita, pero necesitaba que alguien se lo dijera al oído. Y así, María suspiraba por los rincones, o en los pasillos donde los familiares de los pacientes no tenían acceso. Otro Alberto, al verla tan atareada, tan desprotegida y tan bonita se fue acercando. Poco a poco y con la delicadeza debida a una madre sola, se fue ganando a los chicos y por medio de ellos llegó al corazón de la madre. Así que cuando le propuso matrimonio, María estaba más que dispuesta. Me gustaría
decir que fue un paciente a quien ella cuido tiernamente, o un doctor que no
pudo evitar sentirse arrebatado por su hermosura y candidez, pero no, era un ingeniero, y era su primo, así se conocieron. Alberto adoptó a Jorge
y a Guillermo y trató de hacer lo mejor que pudo para ser una familia feliz. Año tras año vinieron los otros hijos: Gabriela, Sandra, Jaime y Samantha. Pero María no pudo evitar marcar la diferencia. Sentía que de algún modo sus primeros dos hijos necesitaban más cuidado, más cariño, más seguridad de que su madre los seguía queriendo, que el papá nuevo y los hermanos nuevos no les iban a robar su cariño.
Siguió trabajando muy duro. Dejó de cuidar enfermos en el hospital para cuidarlos en sus casas y era muy buena, se ganaba el cariño de todos sus pacientes. Pero vivir a ratos en aquellas casas lujosas que pertenecían a las personas que podían pagar sus cuidados profesionales la deprimía. Anhelaba vestir telas finas que no podía pagar con su salario, además tenía a sus hijos a los que había que alimentar y educar. María siempre quiso lo mejor para ellos. Y creía que lo mejor era lo más caro, lo más fino y lo más elegante y doblaba turnos para podérselos dar. Sus hijos crecieron con sirvientas que les hacían de comer, que les revisaban la tarea y que eran sus cómplices mientras tanto.
Siguió trabajando muy duro. Dejó de cuidar enfermos en el hospital para cuidarlos en sus casas y era muy buena, se ganaba el cariño de todos sus pacientes. Pero vivir a ratos en aquellas casas lujosas que pertenecían a las personas que podían pagar sus cuidados profesionales la deprimía. Anhelaba vestir telas finas que no podía pagar con su salario, además tenía a sus hijos a los que había que alimentar y educar. María siempre quiso lo mejor para ellos. Y creía que lo mejor era lo más caro, lo más fino y lo más elegante y doblaba turnos para podérselos dar. Sus hijos crecieron con sirvientas que les hacían de comer, que les revisaban la tarea y que eran sus cómplices mientras tanto.
Pero María era la más alegre. Le gustaba tejer y por eso le tejía algo a todos los miembros de la familia. A mí me tejía
abriguitos para mis Barbies. Tenía uno que era mi favorito, todo largo y rojo,
me habría gustado tener uno de mi tamaño. Samantha heredó eso de su mamá y ahora es
ella la que teje para sus sobrinas y para sus hijos.
Mi tía María me quería mucho. Recuerdo un sábado extraño en su casa. Yo estaba en el piso de arriba, en una recámara, viendo
la televisión y de repente irrumpieron mi tía Mary y mi tía Malena para
preguntarme con quién me quería ir si mis padres se divorciaban. Me acuerdo que
las odié por siquiera sugerir eso, pero elegí a mi tía Mary. Por eso siempre
decía que era mi tía favorita.
Mi tío
Alberto estaba muy enamorado de mi tía. Se notaba por el modo en que la veía.
Le gustaba hacerla enojar para que parara la trompa y frunciera las cejas
mientras le decía, --¡Alberto!-- A mí
también me daba risa. Esa cara la ponen ahora sus tres hijas, Gaby, Sandra y Sam.
Mi tía nunca salía a la calle sin medias, sin pestañas y sin estar
perfectamente arreglada. De ella aprendí que una se despinta la cara todas las
noches antes de ir a dormir y de no salir ni a la tienda en chanclas.
Los
problemas surgieron mucho tiempo después, cuando Jorge se había casado y a
Guillermo lo había cortado Margarita, la guapa sobrecargo que fue el amor de su
vida. Al parecer Guillermo entró en una severa depresión, se volvió adicto a
diversos medicamentos, probablemente calmantes que le robaba a mi tía, a quien
también le robaba dinero y de quien exigía recetas para medicinas. A mi tío no
le pareció esta actitud y corrió a Guillermo de la casa. Pero él encontró un
departamento justo enfrente de la casa de mis tíos. Todo esto fue muy triste y
muy penoso para toda la familia, pues no era algo que se pudiera esconder
debajo del tapete, sobretodo porque mi tía María y mi tía Malena eran muy
unidas y se contaban todo y mi tía Magdalena siempre fue, por así decirlo, la
portavoz de la familia, la reportera. También le contaba a mi mamá todo y mi
mamá siempre me cuenta todo. Yo no digo nada… hasta ahora. A mí me daba mucha tristeza Guillermo, yo siempre lo consideré uno de mis primos más guapos y conmigo
siempre fue amable y cariñoso.
Un día,
Cristina, ya divorciada, fue a casa de mi tía a enseñarle a mi tía, a Gaby y a Sandra unas joyas de plata
que vendía. Horas después de haberse ido habló para saber si
había dejado sus cosas de plata en su casa. Mi tía le dijo que no, que
seguramente las había guardado. No pasaron dos días antes de que Cristina
estuviera diciendo que seguramente Guillermo las había robado. Y poco tiempo
después, la misma Cristina, que siempre ha sido muy descuidada, confesó que las
había encontrado en la cajuela de su coche. Así de mal estaba Guillermo… y
Cristina. Desde entonces yo tomé el lado de Guillermo, creo que es fácil culpar
a quien no comprendemos.
Mi tía
lo quería y lo defendía y lo cuidaba como podía, pero en realidad no sabía qué
hacer. Trabajaba, conseguía dinero, conseguía recetas y la medicina, pero
Guillermo no mejoraba. Finalmente encontró trabajo y una novia que adoraba el
suelo que pisaba. No cabe duda que Gaby Apud ayudó a salir a Guillermo de su
encierro, pero nada más. Gaby aceptaba todo de Guillermo, pero no lo impulsaba
y él no tenía todavía la fuerza necesaria. Después de muchos años de noviazgo,
Guillermo y Gaby terminaron.
Guillermo
encontró otro trabajo y entonces recibió una sorpresa inesperada. Su hermana, Sandra lo
eligió como padrino de su primer hijo, Rodrigo. Para Guillermo este acto fue
muy conmovedor y muy importante. Lo tomó
muy en serio y se hizo el firme propósito de ser un ejemplo para su sobrino y
ahijado. Luego conoció a Esther y mi tía y mis primas no se explicaban qué veía
en ella. Esther no es particularmente bella, pero tiene una fuerza interna
enorme, tiene una alegría contagiosa y parece que no hay barreras para ella.
Guillermo y Esther se casaron en una boda conmovedora y tiempo después nació
Tamara.
Pero mi alegre y hermosa tía comenzó a marchitarse. Primero era la urgencia de
ir al baño y no poder aguantarse. Luego fueron los momentos escasos de poca
lucidez, de dolores inexplicables que los doctores no encontraban justificados,
de constantes urgencias al hospital. Gaby, su hija mayor, comenzó a hartarse, era ella la que
cargaba con la mayor responsabilidad económica. Dos veces canceló su boda con dos
diferentes novios. El primero porque “no se imaginaba lavándole los calzones” y
el segundo porque al parecer lo había atrapado en la cama con otra tras su
despedida de soltero. Después tuvo otros novios, pero ya nadie formalizó nunca
nada.
Sandra
se casó con Miguel y a la fecha llevan ya más de 20 años de casados. Jaime se casó con
Karla, quien, después de unos 11 años de matrimonio presentó su gusto por
hombres de ley cambiando a mi primo, que es abogado, por un vulgar policía. Mi
prima Samantha unió su vida a la de Ismael con quien
tiene un par de gemelos que nadie se esperaba, que son su amor y su tormento. Como Samantha necesito de mucho cuidado y reposo para que los gemelos pudieran nacer, mi tía cobró nuevos
bríos ante la debilidad y necesidad de Samantha, y se ocupó de ella con cariño
y devoción. La enfermera y la madre se unieron para cuidar a esta hija que
había sido la más descuidada.
Mi tía ya no los conoció, murió antes de que nacieran. Recayó en cuanto Samantha presentó una mejoría y se fue a vivir a Toluca un corto período. Nadie supo bien de qué padecía María. Pero volvió a perderse. Comenzó a mojar su ropa interior de nuevo. Se quejaba de intensos dolores de cabeza con fuerte desesperación. Parecía que había entrado en un túnel de dolor y tristeza.
Y entonces Alberto no pudo más. El dolor de ver a la mujer de su vida sufrir así, víctima de una pena inexplicable fue demasiado y su corazón no resistió. Un segundo infante resultó fulminante y murió pocos días después de la operación, preso de una profunda tristeza. Y entonces sí, al no sentir a quien había sido el apoyo de su vida, mi tía cerró sus ojos y pudo dormir para siempre sin necesidad de pastillas.
Mi tía ya no los conoció, murió antes de que nacieran. Recayó en cuanto Samantha presentó una mejoría y se fue a vivir a Toluca un corto período. Nadie supo bien de qué padecía María. Pero volvió a perderse. Comenzó a mojar su ropa interior de nuevo. Se quejaba de intensos dolores de cabeza con fuerte desesperación. Parecía que había entrado en un túnel de dolor y tristeza.
Y entonces Alberto no pudo más. El dolor de ver a la mujer de su vida sufrir así, víctima de una pena inexplicable fue demasiado y su corazón no resistió. Un segundo infante resultó fulminante y murió pocos días después de la operación, preso de una profunda tristeza. Y entonces sí, al no sentir a quien había sido el apoyo de su vida, mi tía cerró sus ojos y pudo dormir para siempre sin necesidad de pastillas.