jueves, 30 de mayo de 2013

LUZ


Luz iluminó la vida de todos desde que nació. Siempre fue inquieta y brillante como las estrellas refulgentes que la miraban desde lo alto del cielo de Atlacomulco, donde estaba la hacienda de Paulino Becerril, su padre y María Colín, su madre. Luz fue la más pequeña de 13 hijos. Como no era la mayor no tenía que ser ejemplo de conducta para nadie. Como no era la de en medio no tenía que competir por la atención de sus padres, era la consentida y la más libre de hacer su santa voluntad.
      Sus padres querían lo mejor para ella. Le mandaron traer maestros de gastronomía desde Francia y desde allá traían las telas para sus vestidos. Pero a Luz eso no le interesaba, a ella le gustaba el helado de Don Margarito. Sus hermanas salían a comprarlo y le daban un vasito con una paletita de madera muy lisa. Era muy poco. Ella quería más. Pero cada vez que pedía las hermanas mayores le decían, -Ya, Luz. Ya te dimos lo que te correspondía-. Y ellas se tomaban el resto en las copas bonitas de su mamá. No era justo. Un día se le ocurrió algo. No les pidió más. Se recargó contra la pared y se paró de cabeza. Las hermanas, escandalizadas, le dijeron que se bajara de inmediato, que una señorita no hacía esas cosa. Pero Luz ni les respondía. Cerraba los ojos y se veía muy concentrada. Las hermanas, asustadas y preocupadas porque no las fuera  a ver su madre le ofrecieron a Luz helado. Luz abrió un ojo y vio a la mayor. -No quiero. ¿Sabes cuánto tiempo llevo así?
La hermana no daba crédito. -¿No quieres helado?
-No -mintió Luz- quiero ganar una competencia de pararme de cabeza.
-¿Con quién?
-Con Paquita -siguió mintiendo Luz.
-¿Y si ganas qué te da? -Le preguntó su hermana.
-No sé. Solo le quiero ganar.
-No seas tonta y bájate ya. Te va a doler la cabeza.
Luz volteó la cabeza y volvió a cerrar los ojos. -Lo que pasa es tú no puedes. Ya estás vieja.- Le dijo a su hermana de 20 años. La hermana llamó a las demás y todas se pusieron de cabeza contra la pared. 
-Cualquiera de nosotras te gana. -Le dijo, herida en su amor propio. - Llevas más de 15 minutos.
-Entonces voy a descansar 15 minutos mientras ustedes los completan.
En eso se asomó el gato y se subió a la mesa donde estaba el helado. Luz sudó en frío, pero no dijo nada. -¡Luz! ¿Qué no ves al gato? ¡Ve por el helado! ¡Se lo va a comer!
Eso es lo que Luz estaba esperando. Fue por el helado, sacó una cuchara, se sentó en un banquito y comiendo tranquilamente el helado veía a sus hermanas contra la pared con las faldas en la cara. -¿Ya pasaron los 15 minutos?- Preguntó una de las hermanas. Luz se asomó al helado y todavía faltaba un poco.
-Todavía no- contestó.
Se acabó el helado y salió sin hacer ruido.
-¿Luz?-llamó la hermana mayor-¿Luz? ¿Ya pasó el tiempo? ¿Luz?
Sospechando de su hermana menor, la mayor se enderezó, se sacudió la falda y vio el banquito y el bote de helado vacío y todo el plan le cayó como bote de agua fría. -¡Luuuuuuuuuuuuuuuuz!-ahulló y salió enfurecida. 
-¿Quién ganó? -preguntó otra hermana.
Luz ya estaba muy lejos y muerta de la risa a esas horas.

      Pero la risa de Luz no solo sonaba en la hacienda. A menudo sonaba en todo el pueblo de Atlacomulco con sus conocidas travesuras. En los tiempos difíciles de la Revolución, mientras ésta azotaba con crueldad a la República Mexicana, Luz le buscaba el lado luminoso. En los días pesadamente calurosos de junio, cuando no había helado de crema de limón y cuando todos estaban adormilados, Luz salía al pueblo a pasear. Todo estaba detenido como en un cuento, los perros dormían en la calle polvorienta, Don Margarito sacaba la mecedora, se ponía el sombrero en la cara y se dormía, las señoritas suspiraban recargadas en los portales con sus madres cuidándolas de cerca, los niños jugaban canicas en el suelo, el señor de los dulces sacaba su mesita y espantaba las moscas y todo era tan aburrido. Entonces a Luz se le iluminaba el rostro y se lanzaba corriendo calle abajo gritando, -- ¡Ahí vienen los Villistas! ¡Ahí vienen los Carrancistas! Y su cara representaba tal espanto que  la mesita de los dulces desaparecía volando, los perros se levantaban ladrando sin saber a qué o a quién, las madres corrían a esconder a sus hijas que gritaban descontroladas levantando los brazos como gallinas sin cabeza y Don Margarito se caía de la mecedora pues no ataba a tocar nada con el sombrero en la cabeza. Cuando después de un rato no llegaba nadie y los corazones se desaceleraban, salían poco a poco de sus escondites y todos se daban cuenta de la broma, Luz ya estaba muy lejos, atrás de algún árbol muriéndose de la risa.

      Pero nunca después de la puesta de sol, ni siquiera un poco antes, nadie salía después de aquella hora. Y es que entonces salían las brujas. No a la medianoche, sino en cuanto caía el sol. Nadie nunca estuvo demasiado cerca. No era necesario, se veían de lejos. Las bolas de fuego que bailaban no eran otra cosa que las brujas en pleno aquelarre. La gente las veía desde sus ventanas, escondidos detrás de las cortinas, igual que a los zapatistas. Como aquellos que se toparon con Paulino Becerril.
--¿Ha visto a Paulino Becerril? Lo estamos buscando. --Le preguntaron.
--¿Cómo pa’ que lo quiere?-- Preguntó él.
--Pa’ matarlo--. Le contestaron.
--No lo he visto, pero le daré su recado. --Contestó el padre de Luz y se fue. 
      Esos fueron los roces de la Revolución que tuvo mi abuela en su niñez. Crecía ajena a las desgracias, durmiendo en su cama mullida, despertando y mirando las hectáreas de su hacienda desde su ventana donde la despertaban los pajaritos. Desde esa ventana veía a los peones trabajar. Desde esa ventana vio a Gumersindo por primera vez. Decían que era su primo. Ella no entendía como su primo podía trabajar como peón en su casa. Su madre era una india mazáhua que decían ni hablaba español. Decían que uno de sus tíos la había tomado estando borracho. El punto es que él era capataz, era tosco, era bravo. No era como los otros pollos que iban a las fiestas. Esos era aburridos y parecían señoritas.
      Gumersindo siempre la veía. La veía con coraje, con fuego en los ojos, no sabía si con deseo o con odio. Le gustaba. No era sumiso como los otros que bajaban los ojos cuando los saludaba. No. Él no bajaba la mirada, incluso la levantaba más y arrogante la veía a los ojos, desafiante, --Buenos días, Lucha. Contestaba, como si fuera su igual. Junto a él ella se sentía fuerte y débil a la vez. Sentía que era capaz de hacer cosas que sus hermanas nunca podrían.
--Lucha, yo te quiero bien. Quiero que seas mi esposa.
--Pues pide mi mano.-- Contestó Lucha.
Pero Paulino fue categórico en su negativa y la aderezó con la amenaza de desheredar a Luz. 
      Luz y Gumersindo se fugaron esa misma noche y se casaron. Para Luz valía más el amor que el dinero. Se fue a vivir con él al monte. Qué bueno que nunca le hizo caso a los maestros de gastronomía porque ahí en el monte, al calor de la leña no salía la créme brulée. Como ella me decía, --Se me quemaba el agua que ponía a hervir.
      Y le hervía la sangre. Pronto le nacieron cuatro hijos. La familia crecía y el trabajo era más arduo. Nunca se supo que Luz se hubiera arrepentido de haber dejado sus lujos por Gumersindo. Ya grandes, ya en la primaria, Rebeca, Antonio, Carmen y María conocieron a sus abuelos maternos y hasta se fueron a vivir con ellos un tiempo. Luz siempre fue muy amigable y sonriente y a Gumersindo se le metió en la cabeza que ella era una mala mujer. La mandó de regreso con todo y sus cuatro hijos a vivir con sus padres.  Aunque no de muy buena gana, la recibieron. Carmen estaba fascinada por aquellos lujos, igual que María. Antonio extrañaba a su padre y Rebeca solo lloraba. Luz los seguía tratando como si nada. Los enviaba a la escuela todos los días, nunca hablaba mal del padre ausente, los esperaba a la salida de la escuela, les daba de comer y en la noche los acostaba después de bañarlos. Antes de meterse a su cama mullida a dormir Luz se sentaba en su antigua silla, frente a su escritorio y le escribía a Gumersindo cartas con su letra pulcra, nítida y elegante, con excelente ortografía.

Estimado Don Gumersindo:

Hoy fui por las boletas de calificaciones a la escuela. La señorita profesora habló bien de los niños. Todos llevan excelentes notas. Todos lo extrañan. Sigo sin entender por qué cree usted que soy una mala mujer si no hice más que dejar a mis padres para irme con usted y darle cuatro hijos. Lo dejo a su conciencia.

Con respeto,

Luz Becerril Montiel

      Los niños eran felices cuando las tías los sacaban en el enorme coche negro lustroso a tomar helado. Les gustaba la comida que servían las sirvientas y que su abuela comía en silencio y con modales elegantes. Les daba miedo el viejo Paulino que era serio y apenas sonreía. Todas las tías querían peinar el cabello rizado de Carmen. María amaba la cama suave donde dormía y la enorme ventana que daba al gran plantío desde donde se veían muy al fondo, los árboles donde decían sus tías que bailaban las brujas. Solo Luz y Antonio suspiraban por los rincones. A Antonio no le había gustado el ridículo traje de marinero que sus tías le habían comprado, ni el sombrero. Parecía un payaso. Luz estaba agradecida por el recibimiento, el cariño y el buen trato, pero esa ya no era su casa, ya no eran sus reglas, ya no era su vida. Supongo que por eso volvió con Gumersindo en cuanto él la "perdonó". Nunca entendí qué le "perdonó". Hoy por menos que eso las parejas se disuelven para siempre. 
         Pero ellos decidieron darse otra oportunidad  y tuvieron más hijos. Al parecer murieron tres. Los demás sobrevivieron. En total fueron Carmen, Antonio, Rebeca, Magdalena, María, Santiago, Lydia,  y Elizabeth. Gumersindo trabajó mucho para mantenerlos a todos y los días del monte fueron pronto una leyenda.
      Gumersindo llegó a tener una vinatería de la que estaba muy orgulloso  hasta que un día llegaron un par de misioneros presbiterianos a hablarle de lo dañino que era el vicio de la bebida. Gumersindo se quedó muy serio mirando al par de gringos que con trabajos hablaban español. Enseguida comenzó a vaciar las botellas y a tirarlas por la coladera. Luz, que iba llegando gritó, --¿Qué haces con el patrimonio de tus hijos?
      Él sólo contestó, --No puedo basar el patrimonio de mis hijos en el vicio de los demás.
      Así era mi abuelo Gumersindo. Desde entonces la familia se volvió protestante. Con el tiempo mi abuelo se volvió un anciano mayor y respetado en la iglesia. Toda la familia asistía todos los domingos a la iglesia. Unos años en Toluca, otros en México. Parece que vivieron en por lo menos siete direcciones diferentes entre Atlacomulco, Salvatierra, Toluca y el Distrito Federal. Iban donde había trabajo, donde había oportunidad. Gumersido siempre fue parco, serio y muy disciplinado. Luz siempre fue alegre, cariñosa y muy flexible. Sabíamos que ella nos defendía de los papás y que a su amparo sólo nos regañaban y cuidando mucho lo que decían.
      Cuando yo los conocí ya dormían en cuartos separados y a horarios disparados. Me acuerdo que a las seis, el abuelo salía y moviendo su gran bigote blanco decía, --¿Se van o se quedan? que ya voy a cerrar. Y fin de la visita. O nos íbamos despidiendo o nos quedábamos a dormir. A mí me gustaba quedarme a dormir porque veíamos las telenovelas en el cuarto de mi abuelita que mi mamá no nos dejaba ver. Me gustaba ver a mi abuelita Luz siempre tejiendo algo para alguien, sacando una cajita con una botellita de donde se servía una copita y otra para mi mamá. Y luego la cerraban y la guardaban. Era cognac que le traía mi tía Lydia cada año. Mi abuelita olía a jabón Maja y todo su cuarto y su ropa. Ahora digo que el jabón Maja huele a mi abuelita.
      A todos los primos nos gustaba quedarnos allá porque mi abuelita nos defendía y mi abuelito nos decía changos y…pues así nos portábamos. Todos niños de ciudad, disfrutábamos jugar bote pateado en las calles sin miedo alguno de carros atropelladores o cláxones molestos. Mis primos de allá dibujaban carreteras con pedazos de ladrillo rojo en el piso, hacían monitos con plastilina rosa y los atropellaban con sus carritos. Nadie nos regañaba ni sospechaba que tuviéramos instintos asesinos, es más Isra y Job, que bien pudieron haber inventado los modernos videojuegos donde dan puntos por matar gente, son ahora un maestro y un músico. Cuando toda la familia se quedaba, todo espacio era cama; unos dormían en camas extras, camastros, catres, sillones, pero los chicos nos peleábamos por las sillas. Lo más divertido era juntar dos, frente a frente y asustar el frío de Toluca con cualquier manta de lana que picaba.
      Igual con la comida, siempre había para todo el que cayera. Mi madre decía que mi abuela repetía el milagro de los panes y los peces, pero con lomo adobado y champiñones, agua de limón y donas. Así era mi abuela Luz, realmente nos iluminaba con sus cuentos, sus anécdotas, su comida, sus tejidos y su cariño que era igualito para todos, aunque tal vez un poco más para Juan Carlos porque iba a sus festivales del día de las madres.
      Pero un día la luz comenzó a extinguirse. Mi abuela había sido diagnosticada con cáncer en los huesos y entre todos decidieron que lo mejor era ser tratada en la ciudad, en el Hospital Inglés por el Dr. Cervantes. Mi abuela no volvería a Toluca nunca más. Comenzó la gira por las casas de las hijas y las nietas grandes, entonces yo era chiquita. Me fascinó cuando fue nuestro turno de tenerla en casa, nos quedábamos a ver El Maleficio y luego nos íbamos a dormir, mi mamá estaba más contenta, mi papá estaba tranquilo (no que nunca lo fuera, pero nunca se vio molesto por mi abuelita, al contrario, la quería mucho), y se respiraba un ambiente cálido en nuestro hogar. Yo no llegaba a captar la gravedad de la situación, la seriedad de ese privilegio. Después se fue, a la casa de alguien más. Y un día, las casas ya no podían darle la atención que necesitaba. Se quedó en el hospital.
      Una mañana nos hablaron de Toluca, mi abuelo, que allá seguía, había muerto de repente de una úlcera gástrica. Yo digo que fue porque le quitaron a su luz y se murió de tristeza, pero los médicos como que no piensan igual. A los pocos días murió mi abuela. Sí, ya sé que el cáncer ya estaba en fase terminal, pero curiosamente fue cuando murió mi abuelo que ella decidió darse por vencida. A pesar de la pasión, del engaño, del desamor, de los desacuerdos, había un lazo fuerte entre ambos, ya no eran los hijos, ya todos eran responsables de sus vidas, quizá entre el siglo XIX y el XX hubo un secreto que se ha ido perdiendo, el respeto, los valores, la religión… ¿tal vez el amor?